Un nuevo modelo económico, su base política
Como indica la experiencia de los países que han andado ya algún tramo de este camino, el nuevo modelo no puede instaurarse de golpe; progresa en un tortuoso y complejo proceso que, iniciando con la toma del poder, avanza luego, con zigzagueos y reveses, abriéndose paso en una muy compleja realidad.
El modelo neoliberal se caracteriza por el predominio económico y político de los monopolios sobre la sociedad toda y el Estado mismo, privatización, reducidos impuestos a los multimillonarios y leyes hechas a conveniencia de estos; reducción del gasto social y eliminación de subsidios a servicios públicos, control de los salarios mínimos para hacer “competitiva” la economía; liberalización de los mercados, etc. Y para reproducirse, el modelo necesita asimismo controlar e inmovilizar a las masas populares. La secuela de todo esto ha sido un terrible empobrecimiento de la abrumadora mayoría de los mexicanos, consecuencia necesaria, inmanente al modelo, y que, por tanto, no podrá ser eliminada mientras este impere.
Mas no basta con desear un cambio de modelo; es preciso saber quién puede construir otro más justo, tema que me ocupa en esta ocasión. En principio, eso no pueden hacerlo ser ni “los de antes”, ni “los de ahora”: ni los millonarios y sus gobiernos que medraron antes, ni los millonarios y su gobierno que medran ahora, sometidos todos al poderío norteamericano. Y es que ellos son los favorecidos del orden actual, y es absurdo pensar que vayan a cambiarlo. Por otra parte, sería ilusorio esperar un cambio verdadero fácil y tranquilo, como la falsa vía ofrecida por López Obrador, donde las cosas se arreglan solo con discursos (precisamente así, en un discurso, decretó el presidente el pretendido “fin del neoliberalismo”), con el puro poder de la palabra, o nada más votando por un salvador e irse luego cómodamente a casa. Suena atractivo, pero el fracaso de este experimento se ha hecho patente en los más de tres años en que el actual gobierno ha provocado mayor pobreza y desigualdad. Supuestamente serían “primero los pobres”, pero a ellos se les defiende solo de palabra, mientras a los ricos se les privilegia en los hechos. Es el reino de la hipocresía.
Pero aun cuando la intención fuera sincera, esa es vía muerta, como lo prueba la historia de la humanidad entera. Hubo en un tiempo hombres inteligentes, soñadores, partidarios sinceros del bienestar social: los socialistas utópicos, que buscaron el cambio evitando la contradicción con los más ricos y su Estado, sino más bien procurando su apoyo. Tomás Moro, en 1516, llamó Utopía a una isla imaginaria donde habitaba una sociedad ideal. Explicando aquellas teorías redentoras, dice Federico Engels en su obra Del socialismo utópico al socialismo científico: “… en los siglos XVI y XVII aparecen las descripciones utópicas de un régimen ideal de la sociedad […] Más tarde, vinieron los tres grandes utopistas: Saint-Simon […] Fourier y Owen, quien […] expuso en forma sistemática una serie de medidas encaminadas a abolir las diferencias de clase…”.
Explicó Engels que aquellos pensadores deseaban sinceramente un cambio real, mas no podían por su puro esfuerzo, cual quijotes, realizarlo. Y es que el problema era estructural: no existía entonces una clase obrera fuerte, la única capaz de cambiar esta sociedad –por carecer de medios de producción y no tener ataduras, ni esperanzas en ella–. “El proletariado […] no representaba más que un estamento oprimido, agobiado por toda clase de sufrimientos, incapaz de valerse por sí mismo. La ayuda, en el mejor de los casos, tenía que venirle de fuera, de lo alto. Esta situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del socialismo. Sus teorías incipientes no hacen más que reflejar el estado incipiente de la producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se pretendía sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las condiciones económicas poco desarrolladas de la época” (Ibíd.).
Como remedio a los males ocasionados por el capitalismo, los socialistas utópicos ensayaron soluciones creadas por ellos, como las cooperativas de Owen en New Lanark, que terminarían fracasando, evidenciando así el carácter sistémico del problema, y que por lo mismo no puede resolverse en una unidad productiva aislada, sino modificando la estructura social toda. Saint-Simon conminaba: “¡Príncipes! oíd la voz de Dios que os habla por mi boca. Volved a ser buenos cristianos […] recordad que el cristianismo ordena a los gobernantes que consagren sus energías a mejorar lo más rápidamente posible la suerte de los realmente pobres” (Edmund Wilson, Hacia la estación de Finlandia). En México hemos probado ya la inviabilidad de la limosna como solución: cada día hay más pobreza. La limosna no acaba con el neoliberalismo, y es más bien un paliativo a sus efectos y un ardid para distraer.
Charles Fourier (1772-1827) propuso formar colonias, los falansterios. “Fourier había anunciado al público que permanecería en casa al mediodía, dispuesto a discutir sus proyectos con cualquier persona rica que se interesase en financiarlos” (Ibíd.). Pasaron los años, y nada. Más tarde, el alemán Ferdinand Lassalle (sin estar clasificado entre los socialistas utópicos) postulaba que la nueva sociedad surgiría a partir del desarrollo de cooperativas, para las que esperaba el apoyo del Estado prusiano. Nada de eso ocurrió. Ha quedado comprobado que la conmiseración del Estado capitalista y de los ricos no es la esperanza de los pobres. Ya no llueve maná.
Pero con el desarrollo del capitalismo, la clase obrera ha superado su primitiva debilidad, como quedó de manifiesto en la Comuna de París y en la Rusia de 1917; y ha probado ser capaz de hacer el cambio real ahí donde toma el poder. No hay lugar ya, en buena lógica, para las ilusiones utópicas. Necesitan, y pueden, tomar directamente el poder los obreros, en alianza con otras clases oprimidas, campesinos, intelectuales, pequeños y medianos empresarios desplazados y arruinados por los monopolios. Pero la toma del poder es solo el primer paso; lo esencial es usarlo para reorientar realmente la economía en favor de los trabajadores, el interés social general y el desarrollo nacional (en colaboraciones posteriores comentaré al respecto). No basta, pues, llegar al poder, entre fanfarrias e incienso (o copal), con aureola de “defensores del pueblo”, pero sin la intención verdadera de modificar la realidad.
Para cambiar el modelo económico, el primer paso es, ciertamente, que la clase trabajadora, organizada en un partido genuinamente suyo triunfe en las elecciones. Mas para que su gobierno actúe decididamente, no es suficiente la pura voluntad: necesita contar con el apoyo de una poderosa fuerza social organizada, profundamente identificada con él. No se trata, pues, solo de votos. Se requiere una estructura popular permanente y disciplinada, único contrapeso que permitiría al gobierno tratar con los monopolios sin someterse a ellos. Además, téngase en mente que organización implica disciplina, compromiso, dedicación y claridad de objetivos; por eso la tarea inmediata es crear la necesaria conciencia que, como es sabido, a la clase obrera le llega de fuera; no nace de ella misma, por mucho que sufra: el sufrimiento en sí mismo no educa. Lógicamente, para integrar esa gran fuerza transformadora y llevarla al poder, es necesario que el pueblo no venda su voto, sino que más bien lo utilice como arma política. No debe dejarse de lado que, aparte de un partido nacional que una a todos los afectados, es importante sumar, aun con sus limitaciones, la lucha sindical, en demanda de mejoras inmediatas.
Como indica la experiencia de los países que han andado ya algún tramo de este camino, el nuevo modelo no puede instaurarse de golpe; progresa en un tortuoso y complejo proceso que, iniciando con la toma del poder, avanza luego, con zigzagueos y reveses, abriéndose paso en una muy compleja realidad. No hay soluciones fáciles e instantáneas.