La revolución pendiente (Parte III de III: El juarismo, la herida se cauteriza y la revolución se consolida)
Por: Abentofail Pérez Orona
Después de explicar el sentido de la revolución y abordar su primer trauma en los dos artículos anteriores, pasemos a abordar el momento final de este proceso. Erróneamente se ha considerado que una transformación estructural, es decir, una revolución sólo es real y verdadera cuando el “pueblo” toma el poder en sus manos. El sentido de la historia, sin embargo, es diferente. El pueblo es el que constituye el cuerpo de cualquier transformación, pero es la clase que se ha formado como clase para sí, es decir, que ha unificado sus intereses de clase con la necesidad histórica, la que termina haciéndose del poder real, dejando sus componentes populares sólo como adorno y legitimación de la lucha. Así pues, al referirnos al segundo momento de la revolución en México, precisamos más objetividad que pasión, más razón que instinto; evitemos dejarnos arrastrar por la simpatía que de manera natural nos producen los acontecimientos de 1910, y detengámonos un momento en las desgarradoras luchas del siglo XIX.
Si Benito Juárez es uno de los pilares del México moderno, no es, de ninguna manera, por las razones que la autoproclamada cuarta transformación vende y pregona. Alguien diría que su inconsciencia los salva, pero lo cierto es que esa inconsciencia refleja más de lo que ellos mismos alcanzan a comprender. El juarismo es la estructura de la época moderna precisamente porque cauterizó la herida abierta en 1810. Si con la Revolución de 1810 se logró la separación de España y el nacimiento de una nueva nación, no se conquistó, sin embargo, el cambio de clase en el poder. Como aludimos en el artículo anterior, fue el mismo grupo, la misma clase, e incluso la misma casta gobernante, la que se hizo de las riendas del país. Después de la caída del imperio de Agustín de Iturbide, el primer parto de la república terminó en aborto. La Iglesia católica, expresión pura del sistema feudal mexicano, así como la aristocracia y el ejército, conservaron sus privilegios a costa de una serie de luchas intestinas que tuvieron en Antonio López de Santa Anna a su más insigne representante. Esta Mesalina política, ancestro del morenismo y el priismo moderno, se encargó de representar políticamente a la caduca clase feudal, que se aferraba con uñas y dientes a un poder que la historia buscaba arrebatarles, pero que habían aprendido a conservar, principalmente gracias al poderosos aparato ideológico de la Iglesia.
Sin embargo, y a pesar de que al país le costaran diez años de luchas permanentes con enemigos internos y externos, Juárez, con sus Leyes de Reforma, se encargó de arrancar de un solo golpe la última raíz del feudalismo nacional. Proclamó la separación definitiva de la Iglesia y el Estado y, sobre todo, auspiciado con la Ley Lerdo, le arrebató a la Iglesia, la más grande poseedora de tierras en México, todas sus propiedades terrenales. A fin de cuentas, argumentaba, su reino estaba en los cielos. Esta embestida del poder contra las viejas instituciones feudales significó el nacimiento de una nueva clase política en nuestro país: la burguesía. La burguesía mexicana, antes representada por el criollismo derrotado, se veía ahora compensada y justamente encumbrada por Juárez. El mito de la grandeza juarista no debe recaer en sus orígenes de clase, siendo indígena y campesino; su mérito no consiste en haber elevado a su pueblo, sino en cumplir el papel histórico que le correspondía: el desprender a la nación de las herrumbradas cadenas con las que el feudalismo la ataba, y sostener al país en una época en la que, precisamente por la ausencia de un gobierno fuerte y una base económica segura, México fue víctima de las aspiraciones imperialistas de las más poderosas naciones del orbe. Juárez terminó por consolidar el poder de una nueva clase, la burguesía, y echó los cimientos del nuevo y necesario sistema económico: el capitalismo. Si hoy el partido gobernante lo utiliza como estandarte, precisamente por aquellas razones que ningún mérito significan en la figura de Juárez: condición social y racial, no es menos llamativo que inconscientemente sea su bandera precisamente la figura del gran adalid de la burguesía que, si en sus tiempos fue necesaria, en los nuestros no es sólo obsoleta, es reaccionaria. Los liberales de ayer son los conservadores de hoy, aunque el presidente, en su nula comprensión histórica, siga atacando a los conservadores de 1861 sin entender que hoy él representa el mismo papel que otrora representaran los Zuloagas y los Márquez.
En síntesis, Juárez es el cauterizador; la Guerra de Reforma, el momento en el que la revolución iniciada en 1810 comenzaba a sanar y a cumplir sus objetivos, mismos que poco tenían que ver con el bienestar de la clase trabajadora, del pueblo pobre de México, pero que no por ello eran menos racionales. En México debía consolidarse el capitalismo para poder pensar en una revolución popular, una vez que se atravesara por las horcas caudinas que este sistema representaba, como algo inevitable y necesario. La tarea, sin embargo, quedó inconclusa. A la muerte de Juárez, en 1872, ninguno de los hombres que le sucedieron comprendió el papel histórico que su gobierno representaba, y en medio de la anarquía y el caos que su vacío dejó, surgió la figura de Porfirio Díaz. Un golpe de Estado rápido y eficaz al timorato gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada significó la apertura de una herida que apenas se cerraba; la revolución burguesa, a punto de consolidarse, no cicatrizó y la sangría continuaría treinta años más. Díaz, más allá de lo que los historiadores carentes de toda filosofía de la historia se han empeñado en demostrar durante los últimos años, fue un retroceso, un profundo bache que pudo haberse evitado. Su gobierno, como el de Santa Anna, parecidos en todos los sentidos, deben ser hoy, como entonces, parte de la ignominia que el pueblo mexicano no debe olvidar nunca. Más allá de su perversidad personal, su odio de clase y su personal despotismo hacia todo lo que oliera a pueblo. Su papel fue ahistórico, reaccionario y anacrónico. Si la historia tiene la capacidad de juzgar, tanto Santa Anna como Porfirio Díaz deben ser condenados al inframundo, precisamente por haber jugado con el espíritu de un pueblo al que engañaron con prédicas, conduciéndolo a un abismo del que tardaría décadas en salir, y solo a costa de un sufrimiento indecible. La historia se repite hoy en nuestros días, no ya de forma trágica como el preludio de la Revolución, sino de forma patética. Un nuevo Díaz pisa hoy el palacio nacional; nuevamente el pueblo está desorientado y cae gradualmente en una dictadura de la que le costará recuperarse si no reacciona a tiempo. Pero no queriendo abusar de la paciencia del lector, dejaremos para el epílogo de esta crítica, el análisis de este engendro de Luis Bonaparte, que no podremos entender si no estudiamos sus causas, mismas que nos orillan a analizar el último momento de la revolución.