La misión histórica del nacionalismo en el “tiempo del ahora”
Segunda parte de: Mexicanicemos a México
En los albores del siglo XIII San Francisco de Asís buscaba crear una iglesia nueva, al menos una orden que practicara los principios cristianos, los de Cristo el hombre, como máximas. Quiso ir más allá de la pura imitación de Cristo. Para San Agustín, la hermandad y la comunidad no se limitaban a los hombres, también el “Hermano Fuego”, el “Hermanito Lobo” y la “Hermanita Flor” quedaban comprendidos en esta cosmovisión que pretendió sanar a la iglesia de todas sus simoníacas llagas. El amor a la naturaleza, en la que habitaba Dios, estaba casi a la altura del amor al prójimo. Un siglo después, en un mundo inexistente para la civilización occidental y para el cristianismo, un Tlatoani y poeta “tezcocano” cantaba entre su gente: «Amo el canto del cenzontle, pájaro de cuatrocientas voces, amo el color del jade y el enervante perfume de las flores, pero amo más a mi hermano el hombre». Nezahualcóyotl nada sabía de San Francisco, pero llevó esta idea más lejos aún que el caritativo fraile. Para el pensador azteca, el hombre estaba siempre por encima de cualquier relación con la naturaleza. Lo que después sería la prédica del humanismo emanado de la ilustración era ya, para la grandeza mexicana, un principio sobre el que una nueva filosofía se construía.
¿A dónde hubiera llegado la civilización mexicana sin la violenta irrupción de la conquista? ¿Qué le tenía deparada la historia a una cultura que evidentemente avanzaba a mayor velocidad que los lentos y tortuosos pasos de las naciones occidentales? No lo sabemos y tampoco nos interesa especular. Nuestra tarea, al buscar en el pasado la identidad nacional, no nos permite caer en la ensoñación ni en la añoranza de un presente que pudo ser y no fue. El historiador comprometido con el presente debe buscar entre las ruinas sobre las que la historia se construye y, en ellas, encontrar aquello que le permita continuar edificando. Ernest Renan, uno de los grandes pensadores de la modernidad, escribía en 1882, en su célebre artículo “¿Qué es una nación?”: «Ahora bien, la esencia de una nación consiste en que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también en que todos hayan olvidado muchas cosas [...] El olvido y, yo diría incluso, el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación, y es así como el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, vuelve a poner bajo la luz los hechos de violencia que han pasado en el origen de todas las formaciones políticas, hasta de aquellas cuyas consecuencias han sido más benéficas.»
No podemos coincidir ni simpatizar con esta idea. El olvido para crear una identidad nacional occidental es, en efecto, necesario. Para buscar la identidad en un pueblo americano, es fatídico. En México, como en Perú y muchos pueblos latinoamericanos, el trauma de la conquista debe seguir vivo. La herida abierta es necesaria para recordar. No se trata de ningún tipo de masoquismo ni de sufrimiento autoinfligido, se trata de compenetrar nuestra existencia con esta idea: «Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha dejado de vencer». (W. Benjamin) ¿Quién es el enemigo? ¿Quiénes son estos muertos? ¿No nos han predicado desde la niñez que somos una nación libre? ¿Que todos somos iguales porque compartimos el mismo pasado y, por ende, tenemos todos las mismas posibilidades en este “nuestro” presente? El pasado no es igual para todos. Existe el pasado de los vencedores, de los herederos de los conquistadores. El pasado de los criollos, la nueva aristocracia surgida de las luchas de independencia que perpetuó la desigualdad y acentuó la diferencia de clases desplazando cada vez más la diferencia de razas. Ese pasado, en el que tanto en nuestro país como en toda Latinoamérica se erigió una nueva élite es el que no se cuenta, el que se esconde tras la imagen de los caudillos caídos, de los insurgentes fusilados, de los indios despojados y masacrados. No se cuenta pero existe.
Los muertos son aquellos que han caído en la lucha, en la búsqueda por la emancipación de una clase. Son los millones de seres que han perecido víctimas de las desigualdades: coloniales, feudales, burguesas o neoliberales. El “sujeto del conocimiento histórico”, el que hace la historia, aunque hasta ahora se encuentre entre los derrotados, es la “clase oprimida misma, cuando combate”. Pero para combatir, para ser verdaderamente sujeto histórico y no simplemente objeto y víctima, es preciso que sepa por qué combate, que aprenda a distinguir al enemigo que no está, como hace quinientos años, en la península española. No es lo mismo, y este es uno de los errores de los “historiadores” de nuestros días, luchar contra el pasado haciendo reclamos a los viejos y oxidados conquistadores, que enfrentarse a él como se nos presenta en el “tiempo del ahora”. Reivindicar nuestras raíces no implica disfrazarnos con las viejas e inútiles armaduras; tampoco requiere de nosotros el despertar a los enemigos muertos y ensañarnos salvajemente con sus podridos huesos. Una reivindicación real exige, siguiendo a Marx, en reconocerse en el sujeto de la historia de nuestros días que «aparece como la última clase esclavizada, como la clase vengadora que lleva a su fin la obra de la liberación en nombre de tantas generaciones de vencidos» (W.B).
La construcción del nacionalismo exige y reclama que los explotados de hoy, los esclavizados de este siglo, se reconozcan en los oprimidos de ayer. En los millones de hombres y mujeres que se han sacrificado en aras de una libertad que sigue sin llegar. Reclama, a su vez, una nueva visión del pasado, la apropiación de una historia que no existe hasta ahora más que para los vencedores. En última instancia, requiere que se comprenda la existencia de dos historias, dos pasados, dos orígenes, dos naciones: el de los vencedores, que comienza con la conquista y la destrucción de los pueblos indígenas y que se cuenta en la historia como una línea siempre hacia adelante guiada por el progreso, y el pasado de los vencidos, una tragedia que, aunque temporalmente tiene el mismo inicio, discurre por derroteros muy diferentes. Derroteros en los que la catástrofe y la desesperación llenarían miles de páginas que hoy no existen, precisamente por la violencia con que la historia y el recuerdo despertarían el espíritu adormecido de una clase que naufraga en el olvido de su propia identidad nacional.
Abentofail Pérez Orona es Maestro en Filosofía por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales