Aliados ya no son incondicionales y abandonan a Washington

Por: Nydia Egremy

Aliados ya no son incondicionales y abandonan a Washington

Cuando la operación militar especial rusa rebasó los 100 días, empezaron a ser cuestionadas la esgrima geopolítica y las sanciones de Occidente contra Rusia, a modificarse las alianzas políticas y a crearse vínculos inéditos en Europa, África y Medio Oriente para que otros Estados nacionales buscaran alternativas a la escasez de alimentos y la energía cara. Desesperado, Estados Unidos (EE. UU.) ahora maniobra para salir de su propia trampa geoestratégica. El examen futuro de este cambio de alianzas resulta fundamental para la política exterior de México.

 

En una pelea de elefantes, las víctimas mortales son las hormigas: refrán africano.

Los efectos del conflicto en Europa Oriental serán duraderos. Se suman a la secuencia de procesos recesivos que ya acarreaba la crisis capitalista desde que inició la pandemia de Covid-19, entre los que destaca la carencia de bienes tecnológicos. Hoy, el panorama se oscurece por la escasez de alimentos, fertilizantes, altos precios de energía, saturación de puertos e incertidumbre política.

No obstante, es paradójico que la esgrima geopolítica de EE. UU. y la Unión Europea (UE) contra el Kremlin ya dejó, como primeras víctimas, a los propios estadounidenses y europeos. Éstos exigen a sus respectivos gobiernos abasto de los bienes que requieren para mantener su nivel de vida.

La situación actual será de efectos duraderos, sentará precedentes sobre lo que es aceptable o no en las relaciones internacionales; si prevalecerá la ley del más fuerte, si se normalizará la guerra para obtener fines políticos: si se usará la presión para lograr votos al gusto o, en contraste, si los Estados lograrán imponer sus intereses.

Vemos, en general, que los europeos ya no se obstinan en rechazar a Moscú. Las trasnacionales han accedido a pagar en rublos los suministros de gas y petróleo rusos, aunque otros países ofrecen su energía a la UE a través de nuevos gasoductos, o a partir del desarrollo de energías renovables. Éstas serán otras alianzas que veremos, revela el investigador Eduard Soler I. Lecha.

Escenario inédito

En la batalla que Rusia libra, puja por erradicar el nazi-fascismo de Ucrania y los efectos alcanzan a América Latina. EE. UU. logró lo impensable: en su estrategia por impedir que Rusia exporte sus recursos y obtenga beneficios, con perverso cálculo político, “autoriza” a Venezuela que exporte su petróleo.

Por años, la Casa Blanca obstruyó este legítimo derecho del gobierno bolivariano; hoy, para premiar a sus aliados europeos –por alentar sus arbitrarias medidas contra el Kremlin– funge como intermediaria para que consigan las energías necesarias.

En un escenario inédito, el crudo venezolano sustituiría a la energía rusa, que por décadas fluyó a bajo precio hasta el corazón europeo. Es decir, que dos aliados antihegemónicos (Moscú y Caracas) competirían por el urgido mercado europeo en circunstancias muy desfavorables.

Sin embargo, el veto estadounidense y europeo para importar cereales y energéticos rusos ya convirtió en adversarios a gobiernos norafricanos y de Asia central, que por décadas han sido aliados de Occidente.

Para estos gobiernos es una prioridad evitar revueltas internas por falta de alimentos o por el alza en precios de combustibles. De modo que, hoy, esos actores aspiran a posicionarse al lado del vencedor de esta contienda político-económica en un campo de batalla que está plagado de recelos, traiciones e intereses.

Entrampados y sin gran perspectiva de éxito, Washington y Bruselas maniobran. Pero solo hay una solución: la del presidente ruso, Vladimir Putin, quien pide levantar las sanciones. Solo así logrará una salida segura –y expedita– para el trigo ucraniano y los fertilizantes rusos, hoy varados en el puerto de Odesa por el bloqueo naval y las minas que Ucrania plantó.

Por eso ya no tienen efecto las amenazas del Alto Representante de Asuntos Exteriores y Política de Seguridad de la Unión Europea (UE), Joseph Borrell, quien el 1° de marzo advirtió: “Nadie puede mirar hacia otro lado. Nos acordaremos de aquellos que en este momento solemne no estén de nuestro lado”. Pero europeos, africanos y árabes lo ignoraron.

Juego árabe

En el actual reposicionamiento global de alianzas figuran los gobiernos árabes y musulmanes que han emprendido una diplomacia sagaz: negocian con Rusia el acceso a cereales y combustibles; y dan garantías a la Casa Blanca de que no servirán al Kremlin.

 Su “as bajo la manga” es negociar con el poder que les confiere su rol de proveedores de materias primas estratégicas, pues el conflicto en Europa Oriental confirmó que los combustibles fósiles permanecen como los grandes bienes geopolíticos

 ¡Y esos Estados los poseen a raudales! Es así como monarquías y repúblicas del Medio Oriente ya no solo desean comprar armas y alojar a las bases militares y navales extranjeras, dos roles que por más de 60 años les asignó Occidente.

En su visión miope y plagada de pésimas lecturas sobre la cultura árabe musulmana, EE. UU. solo construyó una gran coincidencia con esa región: combatir la creciente influencia regional de Irán. La escandalosa actitud de la superpotencia con sus socios árabes se revela en dos hechos protagonizados por Donald J. Trump y Joseph R. Biden.

En cuanto asumió la presidencia, en enero de 2017, Trump alegó razones de seguridad nacional y vetó por 90 días el ingreso de viajeros de Siria, Irak, Irán, Libia, Somalia, Sudán y Yemen a EE. UU. Cambió su actitud en mayo y visitó Arabia Saudita. Para simbolizar este nuevo nexo, dio un discurso afable y, para celebrar la paz, bailó un ritual de guerra saudí, ¡la Danza de los sables!

Detrás de este chocante alarde estaba la verdadera misión del arrogante mandatario: conseguir un sustancioso contrato de venta de armas por 110 mil millones de dólares (mdd) a los que se sumaron 55 mdd en otros acuerdos. Su éxito como agente de ventas del complejo industrial de armas era indudable.

Esta buena relación impulsó el macro-plan Visión 2030 de la monarquía árabe para reactivar la economía con la creación de empleos del sector privado, que también le transferirá tecnología de la superpotencia. El artífice del proyecto es el príncipe Mohammed bin Salman, heredero del rey Salman.

Trump regresó feliz a EE. UU. con el multimillonario contrato en el bolsillo. Pero todo dio un vuelco en octubre de 2018, cuando el periodista saudí Jamal Khashoggi desapareció en Turquía y el gobierno de este país acusó al príncipe heredero de urdir el asesinato. Trump deslindó al saudita de toda responsabilidad.

En contraste, Biden consideró, en plena campaña electoral, que el heredero sí actuó contra el periodista de The Washington Post y ofreció tratar a los sauditas como “parias”. Pero, ya en la presidencia, todos sus actos en política exterior igualan a los de Trump, como constata el anuncio de su inminente viaje a Riad, la capital saudita.

Enfrentado a las críticas, Biden afirmó que su trabajo es “lograr la paz, si puedo. Y eso es lo que voy a tratar de hacer”. Nada más lejos de la verdad, pues en el marco de la crisis ruso-ucraniana, ese viaje busca reafirmar la lealtad energética de Arabia Saudita y sus otros aliados. Ello debería traducirse en la baja de precios.

¿Por qué EE. UU. necesita acercarse a la casa real de Saud y otros Estados árabes? Porque en la Casa Blanca hay inquietud por la falta de contundencia en esos gobiernos ante la condena contra Rusia.

La razón de esto es la enorme dependencia alimentaria de los países árabes y musulmanes, particularmente de los cereales de Rusia y Ucrania. Por ejemplo, Egipto importa entre 45 por ciento de alimentos y enfrenta el alza en precios, con facturas iguales a los de 2010 y 2011, cuando estallaron las “revoluciones árabes”.

Túnez, Libia y Yemen –con 16 millones de personas en inseguridad alimentaria y cinco millones al borde de la hambruna– enfrentan un escenario de crisis que sus gobernantes no quieren siquiera imaginar. Por ello han escatimado su voto a EE. UU. en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en la Asamblea General y en el Consejo de Seguridad.

Solo Kuwait, Líbano y Libia votaron contra Rusia. En cambio, Siria apoyó a Moscú, mientras Emiratos Árabes Unidos (EAU) y Argelia se abstuvieron y Marruecos no asistió a la votación. Incluso los emiratíes rehusaron tomarle llamadas a Biden, según The Wall Street Journal.

Aunque Israel votó contra la operación militar, aún conserva todos sus canales diplomáticos abiertos con Moscú. Turquía ha evitado contrariar al Kremlin y mantiene un difícil equilibrio; pues ya dio a Ucrania sus drones Bayraktar TB2 y seguirá flirteando con Occidente.

Para Europa es importante la seguridad en el Estrecho de Ormuz, que corre a cuenta de la República Islámica de Irán. Sin embargo, Biden ha retrasado la reactivación del programa nuclear iraní, que se negocia en Ginebra; de ahí su visita a Riad para prolongar ese diálogo, pues “para la Casa Blanca, los sauditas son su gran socio”, explica Peter Bergen, analista de seguridad nacional.

Presión inútil

El pasado y presente de Medio Oriente y África han destacado por la violencia, intervenciones y ocupaciones de Occidente, sean oficiales o con mercenarios y contratistas. Nadie mejor que los pueblos africanos; divididos, desplazados y explotados por la colonización europea –que persiste a través de las trasnacionales– conoce la exclusión vivida por los rusos étnicos del Donbás.

Los africanos están conscientes de que Occidente nunca ha garantizado su seguridad. Y como en la historia todo es cíclico, hoy en la ONU, ningún país africano ha impuesto sanciones a Rusia. Para África, la crisis en Ucrania representa un punto de inflexión y atisba que las operaciones militares europeas en Siria, Libia, Mali, Somalia, Sudán o República Centroafricana serán más violentas antes de llegar a su cenit.

En este contexto suceden acontecimientos inesperados. El presidente de Senegal, Macky Sall, que también dirige la Unión Africana (UA), se reunió en Sochi con su homólogo ruso, Vladimir Putin.

África importa de Ucrania más de la mitad del trigo que consume; y el suministro decayó porque Occidente prohíbe que barcos rusos con cereales zarpen desde puertos ucranianos. Sall, que representa a 55 Estados africanos, pidió evitar la crisis alimentaria mundial en el continente africano. Putin explicó que “está dispuesto a facilitar la exportación de cereales en cuanto Occidente levante las sanciones contra el sector alimentario”.

Fue en la ONU donde Occidente recibió respuestas inéditas a su presión sobre instituciones africanas. La diplomática sudafricana Mathy Joyini presentó un proyecto de resolución ante esta institución, en el que pidió el cese negociado de hostilidades “de todas las partes”. El 21 de febrero, cuando Rusia reconoció a las regiones de Donetsk y Lugansk, su colega de Kenia, Martin Kimani, afirmó contundente: “El colonialismo duerme en su lecho de muerte esta noche”.

El presidente de Uganda, Yoweri Museveni, rechazó votar contra Rusia y aseveró a la agencia Nikkei: “No queremos involucrarnos en esto y, como antes, luego quedar fuera. No me amenaces y no te amenazaré”. A su vez, criticó a Occidente por su doble discurso durante su intervención militar en Libia, que asesinó a Kadafi, destruyó al país y dispersó el terrorismo a nuestra frontera. “Es un acto inaceptable y criminal”.