Todo se vuelve inflamable

Todo se vuelve inflamable

Hace apenas dos años, el 18 de mayo de 2021, en una de las más prestigiosas escuelas de Francia, el ex primer ministro Édouard Philippe, dictaba cátedra frente a un grupo de jóvenes estudiantes. Con la suficiencia que da el poder, el viejo político alardeaba sobre la eficacia del “modelo Thatcher” para reprimir y evitar cualquier tipo de reforma social:

«Nunca se sabe qué gota será la que colme el vaso. [...] En 2017, hacemos las Ordenanzas Laborales. Yo pienso y me digo que va a armarse una buena. Porque recuerdo las Ordenanzas Laborales de dos años antes, manifestaciones enormes, tensión máxima. Pero hacemos las Ordenanzas Laborales y cuela. Reformamos la SNCF, acabamos con el estatuto de los ferroviarios y nos abrimos a la competencia, esperamos bloqueos totales. Y tampoco es para tanto, hay huelgas, y cuela. Decimos que se va a poder acceder a las universidades, a la enseñanza superior, con medidas de orientación selectiva; si estáis mínimamente enterados de lo que ha ocurrido a lo largo de los últimos veinte o treinta años, sabéis que esto es una bomba. Lo hacemos, se ocupan las universidades, las desocupamos, ¡y cuela!» (Intervención de Édouard Philippe en los “Mardis de l’Essec”, 18 de mayo de 2021).

Bajo este modelo el gobierno francés ha logrado frenar reformas que, a pesar del masivo apoyo popular, quedaron en la nada: «La lucha contra la autonomía universitaria en 2007, la batalla por las pensiones en 2010, las movilizaciones contra las “leyes laborales” en 2016 y 2019, contra el software de selección de enseñanza “Parcoursuo” en 2018, etc.» (Benoit Bréville). Aparentemente la lucha social había perdido efectividad como arma de transformación, pasando a convertirse, en la jerga política, en un simple y vacío “resistir a la calle”. Durante los últimos treinta años, bajo la era del neoliberalismo, no hay duda que la resistencia del “Poder” a la “calle” ha dado resultados. Las privatizaciones son la gran victoria del “modelo Thatcher”, y la desorganización social, la atomización y la resignación, los restos ignominiosos de una lucha en la que el trabajo parece haber rendido sus armas frente al capital. Parafraseando al “ingenioso” Philippe, al pueblo se la “han colado”.

Hoy, sin embargo, parece notarse en Francia que las cosas no siempre cuelan. Después del impactante movimiento de los “chalecos amarillos” en 2018 y de las masivas movilizaciones en contra de la reforma a las pensiones en abril de este año, nuevamente es París el epicentro de un movimiento social, más radical aunque menos organizado que los anteriores. El asesinato de Nael, un joven de origen magrebí de 17 años, perpetrado por la policía, ha enardecido las banlieus, los barrios obreros marginales de los que ha emanado un pueblo iracundo con hambre de venganza. Sólo la semana pasada hubo más de mil 300 detenidos de los que la mayoría son menores de 17 años. A través de las redes sociales esta juventud marginada y olvidada se ha organizado para enfrentarse al gobierno de Macron y avivar con su energía las protestas laborales que parecían haber caído en un impasse.

Estos movimientos no parecen tener relación entre sí; la falta de coherencia en la forma y el contenido de la lucha es notoria; sin embargo, esto no es más que aparente. Detrás de todas las movilizaciones hay un descontento compartido, una insatisfacción y unas ansias crecientes de radicalizar la lucha, de llegar, si es necesario, hasta sus últimas consecuencias. «Es una revuelta –dice Sami Naïr– con un telón de fondo importante: un potencial levantamiento de la sociedad francesa contra el poder. Esta revuelta llega tras dos meses de movilizaciones y 14 manifestaciones contra la reforma de las pensiones. En general, el espíritu de la ciudadanía se ha radicalizado, especialmente en las áreas de exclusión de todo el país.»

Este despertar instintivo, poco organizado y, en el caso de las banlieues, producto de una mezcla de rabia y juventud es, sin embargo, más determinante de lo que la inmediatez permite comprender. Francia, desde la gran Revolución de 1789, ha sido en Occidente el termómetro de la lucha social, el indicador más claro del sentir popular. A pesar de los fracasos políticos y sociales de los últimos treinta años, en gran medida provocados por la política entreguista de la izquierda liberal en Europa, la cercanía de la barbarie empieza a despertar a un pueblo otrora insumiso y cuyo pasado no puede borrarse de un plumazo. Ante el avance de la derecha y el fascismo en Europa, que ya dirige varios países: Italia, Finlandia, Suecia, Alemania, etc., en Francia se observa un despertar político entre las masas. Las últimas elecciones solo dejaron ver una parte, confusa y engañosa de la totalidad política. El triunfo de Macron en 2022 fue parcial y poco contundente. El apoyo recibido estaba en función del “mal menor”. El abstencionismo en la segunda vuelta fue del 53 por ciento; cinco de cada diez franceses ya no votan, precisamente porque no ven en las elecciones posibilidad alguna de cambio. Para muchos de ellos la transformación está en la calle. Y los que sí lo hacen, quienes ante el miedo al fascismo y la ultraderecha deciden apoyar todavía la política neoliberal, lo hacen bajo esta consigna, resumida con claridad en una pintada aparecida en la banlieu: «Dimanche votons pour Macron; dès lundi luttons contre Macron!» (¡El domingo votaremos por Macron; el lunes lucharemos contra Macron!).

Sin negar lo evidente: la falta de organización en torno a un centro político, no queda duda de que las clases populares en Francia perciben ya, en las grietas cada vez más dilatadas del neoliberalismo, la posibilidad de un rompimiento definitivo. Este rompimiento puede ser violento, catastrófico para la propia “masa”, o democrático. Aunque hoy la posibilidad real está más cerca del primer fenómeno, existe una esperanza objetiva. En las elecciones legislativas el frente de izquierdas, liderado por La Francia Insumisa, el partido más cercano a una izquierda radical en el país y antagonista abierto de la izquierda liberal, logró un 31.6% de los votos y 127 escaños, un resultado histórico para el partido de Mélénchon. Si esta nueva fuerza política, que recupera en sus bases teóricas los principios oficialmente desterrados del marxismo, logra aglutinar la furia y la desesperación de toda una nación, estaremos cerca de ver el principio del fin de la política imperialista en Europa. De no ser así, y considerando todos los factores externos que acercan a Occidente y a la humanidad a una catástrofe sin precedentes, la volatilidad del instinto, la inconstancia de las “masas” y la furia sin control por tantos años acumulada, puede llevar a Francia a un estallido violento y, lamentablemente, contraproducente para las clases trabajadoras de Europa. Hoy todo se vuelve inflamable y puede ser que, en el caso que nos atañe, parafraseando al gran Dante: “Leve chispa gran llama acaso esconda”.