La caída de Tenochtitlan, el pasado vivo de una tragedia

Por: Abentofail Pérez Orona

La caída de Tenochtitlan, el pasado vivo de una tragedia

La nostalgia, como una manera de rescatar el pasado que se nos va como agua entre las manos, es natural y propia del hombre. Volver los ojos a tiempos mejores, a épocas en las que nuestra fantasía puede corretear tras héroes de bronce, hazañas épicas y nobleza verdadera, nos permite por un momento olvidarnos de la calamitosa realidad que nos asedia. Quién no ha hurgado en sus recuerdos para descansar en ellos; además, en parte, para eso sirven; sirven los momentos felices para olvidar los funestos, aunque estos últimos son los que con más fuerza quedan marcados en nuestra memoria. Así, los pueblos suelen también refugiarse en su historia, encontrar rinconcitos de satisfacción en los que puedan apoyar el fardo y respirar un poco; nada importa que el mar de reminiscencias en el que se adentren sea a veces un espejismo, una ilusión. El presente a veces se deja engañar por el pasado precisamente porque necesita de esa mentira, todo lo más, es consciente de que es engañado y aún así decide creer.

La caída de Tenochtitlan, un hito de la historia nacional, cumple, este mes, quinientos años de acaecida. El 13 de agosto de 1521 el imperio más grande de Mesoamérica era derrotado por el ejército español que, junto con la alianza de varios pueblos mexicanos, se impuso al poderío azteca, que por entonces cumplía casi doscientos años de existencia. El día 1 Coatl del año 3 Calli del mes Xocotlhuetzi según el calendario azteca, la civilización más grande de todo el continente americano dejaba de existir. La heroica resistencia del pueblo azteca, frente a los más de 200,000 enemigos, la gran mayoría pueblos otrora tributarios de la Triple Alianza, ha dejado una huella indeleble en la historia nacional. El grito de resistencia de Cuauhtémoc, “joven abuelo” del pueblo mexicano, resuena todavía como un eco en la memoria de nuestro país. Con estas palabras –coincidentes en su contenido en las crónicas de Fray Diego Durán, Joseph de Acosta y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl– se plantó el azteca ante Hernán Cortés, una vez vencida la resistencia de más de 75 días en Tenochtitlan: Decidle al Capitán que yo he hecho lo que era obligado por defender mi ciudad y reino, como él hiciera en el suyo si yo se lo quisiera quitar, pues que no pude y me tiene en su poder, que tome ese puñal y me mate; y extendiendo la mano sacó al marqués (Cortés) un puñal que en la cinta tenía y se lo puso en la mano, rogándole que le matase con él [...]”. No hubo postración ni llanto, tampoco rendición ante el nuevo soberano. Una vez desaparecida la gloriosa nación Cuauhtémoc sólo pensaba en desaparecer él con los suyos. Le perdonaron la vida por un corto tiempo hasta que el miedo de los saqueadores, a pesar de saberlo preso, desarmado y sin ejército, los llevó al último acto de vileza, ahorcando a Cuahutémoc junto a Tetlepanquetzal, señor de Tlacopan, el 28 de febrero de 1825. Así terminó la época más gloriosa del pueblo mexicano.

 

Mucha tinta ha corrido desde entonces sobre el significado de la conquista. Historiadores, políticos y filósofos han buscado darle una interpretación acorde con sus intereses, cualesquiera que estos fuesen. Se ha intentado legitimar el acto sanguinario perpetrado por los españoles como un acto de civilización, como ahora la ultraderecha española y mexicana pregonan; otros aluden al carácter imperialista del gobierno azteca sobre otros pueblos para justificar su caída; finalmente hay quienes, sin más sentido que el instinto, echan culpas sobre las naciones aliadas de los españoles: Tlaxcala, Texcoco, Huexotzingo, etc., para asimilar la gran catástrofe. La historia, sin embargo, poca importancia concede a las interpretaciones subjetivas. Su verdadero sentido reside en la verdad y sólo quien se aviene a ella, fielmente, puede dilucidar a través del oscuro velo de apariencias.

 

La conquista de México fue un acto de destrucción, un holocausto perpetrado a sangre y fuego por una nación militar y económicamente más poderosa sobre un pueblo en desarrollo, un suceso como cientos han ocurrido en la historia universal. Que las contradicciones internas favorecieron a los conquistadores es cierto también. El Imperio mexicano, precisamente por su carácter de dominio militar sobre otras naciones, se había ganado el odio de los pueblos más pobres y atrasados y esto, sin duda, facilitó la labor destructiva. Sin embargo, la razón esencial de la conquista de México no se haya en su contradicción interna, se encuentra en la relación existente entonces entre una cultura en crecimeinto y un sistema económica y políticamente más poderoso, más desarrollado y superior materialmente al americano. La causa de la caída reside en la contradicción externa. El capitalismo occidental, muy superior materialmente al sistema económico americano, destruyó implacablemente los cimientos de un nuevo mundo, pero, en estricto sentido según las leyes de la Historia, no pudo ser de otra manera. España era entonces la más grande potencia feudal y la conquista de América fue el último resquicio de sobrevivencia que obtuvo antes de ser aplastada por el capitalismo inglés que, más tarde, como hicieran sus predecesores, sometieron a su égida a otras culturas, grandes y dignas como la nuestra, pero que no pudieron resistir el avasallamiento del capital. África, la India y China fueron arrastradas a la destrucción por el capitalismo británico. Hoy, países como Afganistán, Siria, Irak, Libia, etc., corren la misma suerte, ahora dominados por el voraz imperialismo norteamericano. Mientras exista la propiedad privada, todas las naciones que se formen bajo este principio impondrán su poderío por la fuerza; no habrá respeto alguno a naciones y pueblos que no se sometan a sus dictámenes y, quienes así lo hicieren, terminarán por ser destruidos mientras el imperio en turno goce de cabal salud.

 

¿Tiene entonces alguna importancia que después de 500 años de conquista exijamos al decadente gobierno español disculpas por lo sucedido entonces? ¿Es realmente la esencia de la historia buscar en el individuo al culpable cuando son estos producto de las necesidades que el sistema económico reclama? ¿Fueron los tlaxcaltecas traidores realmente? ¿Si Moctezuma hubiera mostrado más valentía e inteligencia a la llegada de los españoles habríamos derrotado al ejército entonces más poderoso del mundo? Estos detalles hoy son intrascendentes. No era México el que se enfrentaba a España, era un sistema económico que devoraba a otro más atrasado y que inevitablemente lo haría sucumbir.

 

¿No es posible entonces cambiar la historia? ¿Estamos condenados fatalmente al determinismo económico? No, es posible, pero reconociendo las circunstancias concretas en las que nos encontramos, aquellas que nos han sido legadas por el pasado. Recordar el pasado es necesario mas no para esconderse en él como un refugio del presente, sino para comprendernos en el ahora y, a partir del conocimiento verdadero de nuestra realidad, buscar las transformaciones posibles que se nos presentan. México continúa sometido al imperio, ahora norteamericano; vestirse con los ropajes de nuestros ancestros para hacer vagar su fantasma es una manera de cegar a las masas, de hacerles perder de vista que la transformación sigue pendiente y está en sus manos llevarla a cabo. La farsa que hoy monta el gobierno en turno, desempolvando ídolos y héroes está muy lejos del verdadero sentido de la historia. Tenemos que recordar a nuestros antepasados para extraer de ellos el coraje y la voluntad que hoy se requieren para cambiar la realidad. El eco del grito de Cuauhtémoc debe herir nuestros oídos como un reclamo; como un grito de justicia ante la calamitosa realidad que hoy padece nuestro país. La tragedia de nuestros ancestros se reproduce hoy en día no sólo en los pueblos indígenas, sino en cada uno de los hombres que sufren y padecen las miserias de este sistema y este gobierno. No queremos perdón, no queremos disculpas de nadie, queremos redención y justicia; y esto sólo será posile en nuestros días y en nuestro tiempo, por nosostros y por todos aquellos que cayeron peleando por la misma causa; recordemos que tampoco los muertos estarán a salvo si el enemigo vence y este enemigo no ha dejado de vencer.