Tras el velo de Isis de la izquierda

El desprestigio, en gran medida propiciado por los medios de comunicación occidentales, de la teoría marxista-leninista, se transformó en un huracán de mentiras y paranoias contra el comunismo

Tras el velo de Isis de la izquierda

Comencemos por definir izquierda, apropiándonos de la definición de Lenin, como “la enfermedad infantil del comunismo”, es decir, no hablamos de comunismo, o de su acepción más alta, el marxismo, cuando utilizamos este término. En todo caso, lo podremos relacionar directamente con su más cercano ancestro: la socialdemocracia. Después del resquebrajamiento interno de la Unión Soviética, acaecido mucho antes de la caída del Muro de Berlín, con la muerte de Stalin en 1953; al declararse por parte del capitalismo el fracaso de la política soviética, la desbandada de los partidos comunistas en el mundo entero fue generalizada. El desprestigio, en gran medida propiciado por los medios de comunicación occidentales, de la teoría marxista-leninista, se transformó en un huracán de mentiras y paranoias que pintaron al comunismo, ante la mirada de los pueblos del mundo, como el “diablo rojo”, todo lo que sonara a comunismo, más allá de probar su verdad, era rechazado por ese terror artificial inculcado por todos los medios ideológicos al alcance del sistema predominante. A pesar de ello, como no pueden dejar de reconocer hasta los mismos críticos del comunismo, la existencia de un sistema alternativo, de una opción diferente al capitalismo, dio pie a que en muchos países fervientemente neoliberales, a cuya cabeza se encontraban los Estados Unidos, a reformas sociales de gran calado que hoy son, donde quedan, las tablas de salvación de las grandes mayorías. Así lo reconoce Thomas Piketty, economista francés y crítico contumaz del marxismo: “la reducción de las desigualdades en el siglo XX está estrechamente ligada a la existencia de un contramodelo comunista. (…) Por la presión y la amenaza que representaba para las élites propietarias de los países capitalistas, contribuyó y mucho a transformar la relación de fuerzas y a permitir que surgieran en los países capitalistas un sistema fiscal, un sistema social y un sistema de seguridad social que habrían sido muy difíciles de imponer sin este contramodelo”. El terror al comunismo por parte de las clases poderosas del mundo entero era tan profundo, que sólo su fantasma los orillaba a mejorar las condiciones de vida de las masas para impedir que éstas voltearan hacia él.

De esta manera, los partidos comunistas en occidente comenzaron un declive que, en algunos casos, terminó con la desaparición definitiva de partidos cuyo contenido se cifrara en esta filosofía. El caso más evidente, por la crisis catastrófica que significó para Occidente y para el país mismo, fue el caso italiano, en el que el Partido Comunista, el partido con mayores agremiados en Europa que, en 1976, llegaría a contar con 1 850 000 afiliados, terminó por desaparecer de manera definitiva, por común acuerdo entre sus militantes, en 1991. Era, en palabras del historiador Perry Anderson, “el mayor y más impresionante movimiento popular a favor del cambio social en Europa Occidental”. Si en algunos países del mundo estos partidos se mantuvieron con vida, exceptuando el caso asiático, tuvieron la vida de un espectro. Habían perdido credibilidad y poco o nada hicieron por ganársela. Corrompieron los principios que originalmente les habían dado vida y terminaron víctimas de luchas intestinas y fratricidas.

¿Qué sucedió entonces con la oposición? ¿A dónde fueron a parar los antiguos militantes y dirigentes que abandonaron el marxismo por la puerta de atrás, una vez que creyeron que su desprestigio era verdad y cuya confirmación la encontraban en la caída del bloque soviético? Se refugiaron en los partidos de izquierda. La socialdemocracia se convirtió en el sucedáneo más eficaz que pudieron encontrar y de ella se sirvieron para realizar sus “nuevos y refrescados principios”, fundamentalmente burgueses, pero todavía en muchos casos, condimentados con algo de marxismo para darles credibilidad. En ese momento cambiaron de campo, abandonaron la oposición y se refugiaron en las luchas contra la forma, contra las apariencias, que dejaban siempre intacta la sustancia de los males. Sus demandas se constriñeron a aquellas que el enemigo, al que antes atacaban ferozmente, les permitió abanderar. Aceptaron sus reglas de juego y como manifestara el sociólogo francés Pierre Bordieu reconocieron que “Para luchar había que estar de acuerdo en el terreno de desacuerdo”, es decir, ya no se atacarían las bases, la estructura y los males endémicos del sistema, simplemente se limitarían a pelar en la palestra, en el campo político y parlamentario. Su lucha serían los discursos de esperanza y de cambio; se les permitiría hacer alusión a la desigualdad y a la explotación, pero sin llegar a la acción que permitiera erradicarlas. La izquierda tendría permitida pues, como única arma de lucha, lo que ya mucho antes criticara Marx al desenmascarar a la socialdemocracia de su tiempo: “el cretinismo parlamentario”, la escenificación, las querellas ante la prensa, los debates en televisión e incluso, si se hiciera necesario, dos o tres agarrones mano a mano televisados y que garantizaran la audiencia suficiente para que el pueblo creyera que la disputa era seria y que, aunque sus intereses siguieran olvidados, sus representantes de izquierda se estaban partiendo la cara, literalmente, por defenderlos.

Las consecuencias de esta rendición por parte de la izquierda, o, en palabras más certeras, la aceptación consciente del papel que siempre habían jugado tuvo resultados fatales para las grandes mayorías que habían confiado en una oposición real. Habiendo abandonado la resistencia y la verdadera oposición, ahora la izquierda “peleaba” libremente en el campo de la derecha. El primer síntoma de su descomposición fue el abandono de las demandas populares, ya no se pelearía por transformaciones sociales de carácter estructural, se abandonaba la lucha por la mejora salarial, por condiciones de trabajo dignas, por impuestos progresivos que gravaran a los ricos y permitieran a los pobres beneficiarse la riqueza producida por ellos. En su lugar, se enarbolaban demandas de carácter general, inocuas y vacías por su ineficacia, como el calentamiento global, el reconocimiento de los derechos de género de los grupos minoritarios, los derechos de los animales etc. Se impulsó para ello la onda hippie y el fortalecimiento de los “partidos verdes” que pasaron a sustituir en algunos casos a los partidos de izquierda. La lucha de clases, verdadero fondo de la lucha contra el sistema se enmascaró como una “actitud”, como una de las múltiples formas de discriminación. El clasismo constituía, para la nueva izquierda, sólo en una forma de trato que desaparecía cambiando las maneras: hablarle amablemente a un mesero, darle los buenos días a la señora de la limpieza y la cocina, saludar de mano a un albañil sin miedo a ensuciarse las manos y, para los más audaces, regalar las sobras de la comida a un niño menesteroso después de quedar al borde del infarto en un restaurante fino, eran las formas de combatir la lucha de clases que, en el fuero interno de estos “luchadores sociales” sonaban efectivas y los dejaban tranquilos en lo que concernía a cambiar el sistema. Sus nuevas maneras tenían el mismo efecto, para ellos, que las revoluciones de otras épocas. 

El resultado de las políticas de los partidos de izquierda fue, como no podía ser de otra manera, desastroso en el mundo entero. Perdieron credibilidad ante las grandes mayorías que, desilusionadas, voltearon a los partidos de derecha en busca de solución. Este fenómeno dio lugar al populismo de derechas, hoy tan poderoso en varios países del orbe. No hablamos ya sólo de la clase trabajadora, del proletariado como tal, sino también de la clase media, aquella que, encantada en un principio por la desaparición del radicalismo de la vieja izquierda y entusiasta con el nacimiento de un partido más “inclusivo”, vio frustradas en poco tiempo las ilusiones que en un principio había sembrado esta “nueva” y “fresca” manera de enfrentarse al sistema, sobre todo al notar que las cosas estaban igual o peor que antes. Al estar edificada sobre bases tan inconsistentes, la mayoría de ellas artificiales, la izquierda empezó a perder terreno y poco faltó para que éste desapareciera bajo sus pies. Los fracasos y los derrumbes de estos partidos en el mundo entero, exceptuando el caso de Latinoamerica que no da mayores esperanzas pero que requiere un análisis distinto, se hicieron inevitables. Pero, para no agobiar al lector, este proceso lo analizaremos en la segunda parte de este artículo.