Opinión: "El Superhombre de masas"

Opinión: "El Superhombre de masas"

En una realidad dominada por la organización en la producción y el desorden social, en la que la actividad humana está controlada en la fábrica o la empresa como la de un autómata; la necesidad de ilusiones, de fugas de la realidad, se vuelve inevitable. Desde los orígenes del capitalismo industrial, a mediados del siglo XIX, se creó toda una maquinaria cuya función principal sería proporcionar “gratificaciones ficticias”. La novela de folletín, cuyo mejor representante es Dumas y sus Tres Mosqueteros, fue el inicio de una serie de construcciones ficticias elaboradas con maestría y de un gusto estético delicado cuyo fundamento descansaría en la idea del “Superhombre de masas”. Una idea que hasta nuestros días no ha dejado de reproducirse aunque con formas cada vez más groseras y toscas.

No es el Übermenscht nietzcheano el origen del superhombre. Mucho antes de esta apropiación filosófica en el Zaratustra la idea rondaba ya en los folletos y periódicos de la sociedad decimonónica europea. Su nacimiento responde a las nuevas condiciones sociales y económicas que asolaron Occidente con el advenimiento del capitalismo: la máquina de vapor, la producción industrial y la proletarización forzada de millones de campesinos y artesanos –que casi de un día para otro se vieron obligados a abandonar el campo o el pequeño taller para incorporarse a las filas del proletariado–, hicieron necesaria una expresión ideológica acorde a esta nueva realidad. ¿Cuál es la función del superhombre como herramienta ideológica? Lejos de la apropiación fascista propia del hitlerismo, el superhombre ya se revelaba como una fantasía entre las masas trabajadoras un siglo atrás.

Como apunta Gramsci, El Conde de Montecristo de Dumas es la primera revelación de esta deformación ideológica. Independientemente de la grandeza de la forma, de la que ahora hacemos mutis por rescatar el contenido ideológico, la novela puede entenderse como la realización de la justicia divina a través de un hombre elegido para ello. Edmundo Dantés, el hombre, se transforma en El conde de Montecristo, herramienta elegida por la divinidad para llevar a cabo una merecida venganza que dejará al público absolutamente satisfecho sin sentirse en ningún momento verdaderamente identificado con el personaje a quien respeta, quiere y admira precisamente por contar con cualidades de las que él carece. Esta relación es esencialmente la misma que se tiene con Dios, en quien enajena todas sus virtudes quedándose únicamente con sus miserias y defectos. Pero Dumas es en realidad un continuador.

La literatura reaccionaria se encuentra encarnada, con todas sus falencias, en Eugenio Sué, autor de Los misterios de París y El judío errante. No es casualidad el desprecio que Marx y Engels profesaban a este autor. Aquí, forma y contenido son decadentes. Sin embargo, no hubo un escritor con mayor fama en una época en la que coexistían Dumas, Balzac, Hugo, Stendhal, etc. ¿A qué debía Sué su éxito? A la comercialización del llanto; a la elaboración de una fantasía en la que todo dejo de realidad se esfumaba sin por ello dejar al lector desconsolado. En los personajes de Sué no existe la contradicción, son puros tanto para el bien como para el mal. Tampoco hay lugar para el cambio. Mueren tan buenos o malos como iniciaron. Es esta lucha del bien contra el mal, del mundo de la luz contra el mundo de la oscuridad, la que encandila a la gigantesca masa de lectores. ¿Dónde está el germen reaccionario en este tipo de literatura? En la exclusión casi absoluta de toda acción colectiva. Los personajes son antisociales, solitarios, alejados de toda comunidad. El mal es producto de la acción en las sombras de un hombre diabólico que nació con la marca de la perversidad, mientras que el bien, también hecho sin testigos, es producto de una naturaleza divina superior al común de la gente. Gabriel, encarnación del Arcángel, es, con Sué, el prototipo de una tendencia ideológica que alcanzaría formas superiores entre sus contemporáneos.

La literatura “popular”, como la nombra Umberto Eco, tiende a satisfacer fantasías sociales. Victor Hugo será tal vez su mejor exponente. Los Miserables, El hombre que ríe, Nuestra señora de París, no dejan de hacer una descripción descarnada de la sociedad capitalista y, sin embargo, dejan la solución a todos los males sistémicos en manos de un “Superhombre”. Podrá ser Jean Valjean, Gwynplaine o el frustrado Quasimodo. En el fondo de sus obras los personajes principales están encargados por sí mismos de concebir y realizar la acción revolucionaria que, siguiendo el romanticismo de la época, siempre quedará frustrada. “La novela –escribe Eco al referirse a la literatura “popular”– se convierte entonces necesariamente en una máquina de producir gratificaciones, y como la gratificación debe tener lugar antes de que concluya la novela, ésta no podrá desde luego dejarse en manos de una decisión arbitraria del lector –como suele hacer la novela problemática, intrínsecamente «revolucionaria».”

La novela «revolucionaria» busca en la naturaleza social las causas de la naturaleza humana. Es Balzac su mejor representante. Más allá de la nostalgia aristocrática de su obra, los personajes de La Comedia Humana son siempre congruentes con su entorno social. Papá Goriot, Lucien de Rubempré, Rastignac, Vautrin, etc., son la antítesis del “Superhombre”. El fatalismo de su destino es consecuencia de las condiciones sociales de la época. Existe en ellos una naturaleza contradictoria, dialéctica, que no permite consolaciones artificiales o imaginarias. Sus defectos y virtudes se explican por su condición de clase y sus acciones no pueden ir más allá de la conciencia de su propia realidad. En Stendhal y su Rojo y Negro, Julien Sorel comparte estas características lamentándose en su celda de condenado a muerte no haber podido alcanzar la grandeza de un Danton. Aquí el “Superhombre” se esfuma ante una realidad que es superior a las fuerzas del individuo aislado, alejado de toda forma de voluntad colectiva.

Existe, sin embargo, una diferencia entre el “Superhombre de masas” de la novela popular y el “Superhombre” del capitalismo moderno. Este último, caracterizado sobre todo por la literatura detectivesca con el Sherlock Holmes de Conan Doyle, no busca ya la redención colectiva. Todo lo más, su genialidad es innata y está exenta del conocimiento de la naturaleza humana. Los crímenes que indaga y resuelve son explicados a través de la pura lógica formal y es un fiel sirviente de la policía con quien colabora para desenmascarar a los “perversos” hombres del inframundo, culpables, por su insania natural, de las peores atrocidades. El Padre Brown de Chesterton, a pesar de su religiosidad, resulta mucho más humanista comparado con el moderno y puramente matemático detective sherlockiano.

El Superhombre del capitalismo moderno, el Übermenscht nietzcheano, representa el cénit del egoísmo y la misantropía. Lejos de toda relación colectiva y comunitaria su esencia lo impulsa a destruir al otro. Su grandeza es consecuencia de la competencia y la voracidad. Sólo puede ser él mismo en la medida en que los demás dejen de serlo. El individualismo se convierte en el modus vivendi de esta idea que se reproduce en todos los aspectos de la ideología moderna. Por su parte, la idea del “Superhombre de masas” terminó por degenerar en los superhéroes modernos de la ciencia ficción. Todos ellos son concebidos como protectores del statu quo y defensores del Estado contra la “escoria social” que cuestiona y ataca el orden establecido. La acción social no existe para esta nueva “literatura”. Los problemas son los problemas del Estado y no sólo conducen, a diferencia de la literatura popular, a la inmovilidad social, sino de manera mucho más reaccionaria a la defensa a ultranza de la decadente realidad.

¿A qué conduce la asimilación del “Superhombre” como ideología? Al rechazo de toda acción colectiva, a la aniquilación de la organización social, única arma verdadera de transformación. Es también un consuelo mediante la fantasía, una forma de soñar despierto, un renacimiento del mesianismo que espera que “otro”, dotado de todas las cualidades de las que carecemos, nos salve de nuestro cruel y fatal destino. Es una manera de rebajar al hombre común a la nada; de extirpar todo potencial revolucionario. La fuerza revolucionaria reside, no obstante, en la unidad de las virtudes que existen en el hombre colectivo y que conviven diariamente con imperfecciones que pueden y deben ser superadas. Sólo la conciencia de la decadencia social y la acción colectiva racionalmente adecuada a los problemas sistémicos puede desplazar al fantástico e ilusorio “Superhombre”, cuya naturaleza es suprahumana y, por lo tanto, fantástica y antinatural.