La muerte de Podemos

Aquiles Celis

La muerte de Podemos

“Hay que soñar, pero soñamos tomándonos muy enserio nuestros sueños.” Con esta paráfrasis de la aporía que hizo famosa Lenin, un efebo Pablo Iglesias, con treinta y pocos a cuestas, vertebraba un discurso frente a la multitud entusiasmada, para demostrar la consolidación de una fuerza que irrumpía en el tablero político del bipartidismo español con la fuerza de un rinoceronte que “embiste como ariete, con un solo cuerno de toro blindado, embravecido y cegado.” De hecho, podríamos considerar que la irrupción de Podemos en España (junto con el gobierno de Syriza en Grecia) constituyó uno de los momentos más disruptivo (y más desencantador) en Europa durante nuestro siglo XXI. Al menos dentro de la izquierda partidista; y por lo menos en 2014, Podemos se consolidó por un (breve) lapso de tiempo en el partido con mayor intención de voto en las encuestas.

El ascenso meteórico y frenético del partido se explica por diversas circunstancias por las que atravesaba el pueblo español al inicio de la segunda década del siglo XX. Antes de conformarse Podemos, las movilizaciones sociales y políticas en España tomaban violentamente las calles con una serie de demandas generales y transversales que interpelaban a la mayoría de la población española. Tras la crisis de 2008 y sus últimos coletazos que se sentían agudamente en la vida cotidiana, los habitantes de la península decidieron mostrar su inconformidad tomando las calles sucesivamente en diversas movilizaciones.

En palabras Íñigo Errejón de uno de sus fundadores de Podemos (y uno de sus sepultureros), las movilizaciones de 2011 tenían un carácter regeneracionista, no necesariamente revolucionario, puesto que se podía deducir, si se prestaba el oído a las demandas de las voces de los indignados, que existía una mezcla de elementos anticapitalistas, tecnocráticos o meritocráticos. Podría argumentarse que entre 2011 y 2014, la serie de movilizaciones que tuvieron lugar en España dieron gestación a un movimiento que reivindicaba una democratización radical del país y que invocaba una serie de prerrogativas como la desprivatización de los servicios de salud, la educación, los combustibles o la vivienda para la ejecución de programas populares de bienestar en contra de la política neoliberal que giraba en torno a la maximización de ganancias en estas ramas.

De ese ciclo pendular nacional-popular sellado por un sentir progresista y democrático, 3 años después, en el Teatro del Barrio situado en el centro de Madrid, se conformaba un partido político de oposición fuera del parlamento dominado por dos partidos tradicionales, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español. Sus integrantes decidieron nombrar a su partido Podemos y soñaban con asaltar los cielos: desafiar la casta política tradicional contemplando el sentir democrático de los de abajo y subvertir radicalmente el régimen político heredado de 1978, época conocida como la transición después de la muerte de Franco y la aprobación de la constitución española.

Aunque el movimiento popular del 15M no formó Podemos; el partido político sí se formó de militantes comprometidos y agitadores del 15M. Como ha mencionado el sociólogo César Rendueles, uno de los grandes méritos del partido fue vencer la inmovilidad a la que llegó el movimiento, tensado entre la articulación del malestar difuso de la ciudadanía española e incapaz de formas políticas duraderas para proponer una solución política mediante la creación un dispositivo electoral para los ciudadanos indignados y esperanzados por la ola de cambio.

Desde las movilizaciones de los indignados del 15 de mayo de 2011 al nacimiento de podemos, se abrió un momento histórico que pareció quebrar el continuum trazado por el neoliberalismo español. En esa coyuntura las posibilidades que se abrieron camino fueron suficientes para vislumbrar un horizonte histórico alternativo al capitalismo realmente existente. Durante algunos meses, tal como ocurrió en la Comuna de París, la gente estuvo resuelta a “tomar los destinos de su vida en sus propias manos.” Los indignados, como forma de protesta, acamparon primero en la Puerta del sol, un espacio público muy significativo en Madrid, y posteriormente en otras ciudades de España donde se organizaban asambleas y se discutían propuestas para cambiar el sistema político y económico y dar una salida con medidas populares a la crisis que no cesaba desde 2008.

La coyuntura era favorable a la insurrección civil. Y las sensaciones de un cambio revolucionario se adivinaban en la sociedad española a la vuelta de la esquina. Esta coyuntura revolucionaria que abrió el 15M tenía muchas posibilidades de intervenir en las contradicciones de la crisis política y convertirlas, como diría Jaime Osorio, en un proceso de acumulación de fuerzas, porque la coyuntura el momento en que toda la potencia de la fuerza humana transformadora consciente alcanza su mayor expresión detonando las movilizaciones y la organización de los dominados y oprimidos.

Una comparación

Como apuntaba Carlos Marx en alguno de sus artículos sobre las consecuencias políticas de la invasión napoleónica en la península ibérica; “las insurrecciones en España son tan viejas como el gobierno”, pero que, a despecho de las insurrecciones consuetudinarias, sólo las movilizaciones de mayo de 1808 contra los invasores franceses podían ostentar el título de revolución, por lo menos hasta el siglo XIX. Y quizá, junto con la Segunda República de 1934, la irrupción de Podemos tras las manifestaciones del 15M, constituyen los otros grandes procesos coyunturales revolucionarios más significativos en la historia de la península.

Se ha dicho hasta la saciedad y gratuitamente, rebajando la calidad de la metáfora, que la historia se repite, actuando primero como tragedia para convertirse en un segundo alumbramiento en una farsa, interpretación recurrente para evidenciar los paralelismos de ciertos momentos históricos porque si la historia no se repite, al menos rima, como anunciaba el corsi e ricorsi de Giambattista Vico. Lo cierto es que pocas coyunturas han logrado una mayoría tan contundente inconforme con el sistema de gobierno y una correlación de fuerzas tan favorable para la revolución. Quizá por eso nos aventuramos a lanzar una comparación entre los procesos de ruptura más nítidos en la península ibérica: la invasión napoleónica y las manifestaciones contra las políticas neoliberales durante la segunda década del siglo XXI.

La primera línea paralela que hallamos es la existencia de un amplio movimiento popular no necesariamente revolucionario o no revolucionario por sí mismo frente a la conformación de una “vanguardia revolucionaria” minoritaria que se enfrentó al reto de convertir el movimiento en políticas sociales que resolvieran sus principales demandas. Tanto en 1808 como en 2011 el creciente descontento popular se convirtió en un movimiento nacional sumamente complejo que no necesariamente se tornaría revolucionario. Digamos que en ambos momentos se abrieron coyunturas revolucionarias no necesariamente caracterizadas en principio por un discurso revolucionario. En ambos casos el papel de la intervención consciente de una minoría fue decisivo para imprimir un carácter revolucionario a proceso.

En 1808 el movimiento nacional inició fuertemente marcado por un tinte conservador. De hecho, como menciona Marx: “el movimiento en su conjunto parecía dirigido contra la revolución más que a favor de ella. Era al mismo tiempo nacional, por proclamar la independencia de España con respecto a Francia; dinástico, por oponer a Fernando VII a José Bonaparte, reaccionario, por oponer viejas instituciones y costumbres y leyes a las instituciones racionales de Napoleón; por oponer la religión al ateísmo francés.” La minoría revolucionaria que se alzó en nombre de la representación del partido de los pobres usó a su favor la táctica de utilizar esos viejos prejuicios nacionales para incentivar la vieja fe popular y galvanizar las voluntades en contra de los invasores extranjeros, aunque a la larga, esa estrategia le resultó contraproducente.

De la misma manera, en 2014, la minoría activa del movimiento de los indignados, utilizó un discurso populista propio de la excitación de los manifestantes que se movían a pie de calle y que ubicaba a “la casta” como el enemigo del pueblo. Era una manifestación de los de abajo contra los de arriba, alejada de los elementos más significativos de las vanguardias de izquierda. Los dirigentes que fundaron podemos también utilizaron elementos no necesariamente revolucionarios de la coyuntura revolucionaria como elementos retóricos que convencieran a conformar una mayoría electoral y un consenso que permitiera la refundación de muchos elementos del contrato social.

Otro elemento que admite una comparación de 1808 y la segunda mitad del siglo XXI es que ambos movimientos buscaron crear un poder constituyente para modificar la carta magna que regía a la sociedad. La diferencia radical es que en 1808 sí se logró, paradójicamente en una coyuntura con menos apoyo social a las reformas radicales, en 1912 se creó la Constitución de Cádiz después de la formación de una Junta General y un Congreso Constituyente, anatemizada, por demás, como la más incendiara invención del jacobinismo para la época.

Finalmente, ambas coyunturas revolucionarias están marcadas por la derrota de la minoría revolucionaria por distintas circunstancias como la incapacidad de entender el momento político e imponer, pedagógicamente, nuevas leyes capaces de mejorar las condiciones de vida de los españoles. El mayor error de los liberales en 1808 fue no entender que la mayoría del pueblo era indiferente y hostil a las nuevas leyes porque no resolvían en lo cotidiano las penurias de la población: por eso rechazaron la promulgación de la Constitución de Cádiz. También Podemos fue incapaz de explicar y de proponer una legislación capaz de ser defendida a capa y espada por los estratos mayoritarios de la península. Asimismo, ambas “vanguardias” desaprovecharon el momento para implantar medidas revolucionarias y cerraron un ciclo revolucionario sin ser capaces de imprimirle un sello revolucionario.

¿El final de Podemos?

En las recientes elecciones autonómicas para elegir representantes del gobierno español, asistimos a la previsible debacle de Podemos, la formación política que, en palabras de uno de sus fundadores, ha marcado el debate político y moldeado la ideología de los españoles, proponiendo una novedosa hegemonía cultural. Parece ser que hemos asistido al sepelio de dicha formación política y que Podemos jamás volverá a ser lo que antiguamente fue ni a contar con un respaldo popular como el que lo apoyó durante su corta vida.

Además, juega en contra que el ciclo revolucionario abierto en 2011 lleva ya algún tiempo cerrado y que ahora en la sociedad española se difunde con mucho mayor éxito el discurso conservador y reaccionario que se posiciona a favor de los ricos y en contra de los derechos de las minorías, las mujeres y de la justicia social.

Sin embargo, si consideramos el papel que jugó Podemos como un instrumento de la clase trabajadora en la lucha de clases durante una coyuntura revolucionaria, es innegable que ha dejado un país muy distinto al cual encontró en sus inicios. Dentro de las victorias (pírricas) de Podemos está, por ejemplo, el haber construido un sentido común y una hegemonía cultural muy distinta a la anterior a 2014; poner en el centro del debate público temas tan importantes como la distribución de la riqueza, los impuestos a las grandes fortunas, la reducción de las jornadas laborales, el aumento al salario mínimo, la lucha contra el cambio climático, el feminismo y los derechos de las minorías.

Sin embargo, los errores y las desviaciones de la dirigencia del partido; la nula conexión con los trabajadores y la clase obrera y la dura burocratización que sufrió Podemos nos sitúan en la tesitura de pasar página y cerrar ese capítulo que tiró por la borda la posibilidad revolucionaria que ellos mismos imaginaron. Ese es el reclamo de la clase trabajadora española, el lamento por la oportunidad perdida.

Aquiles Celis es historiador por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales.