Opinión: El Estado, qué es y a quién sirve
La especie humana en su forma actual surgió hace más de 200 mil años, y desde entonces vivió en comunidad, la comunidad primitiva, estudiada por Federico Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Entonces no había pobres ni ricos. Los medios de producción eran comunes y todos los integrantes de la sociedad, para obtener su sustento debían trabajar, salvo aquellos que por edad o estado físico no podían. Operaba una división del trabajo determinada por edad y sexo. Al final, lo producido se dividía equitativamente entre toda la comunidad. No había propiedad privada: ni poseedores ni desposeídos.
De aquellos tiempos habló don Miguel de Cervantes en el célebre discurso de don Quijote a los cabreros. “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío […] Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia...”
Así pues, aquello de que “siempre ha habido pobres y ricos” es una falsedad histórica, invento de los poderosos para convencer a los débiles de que es absurdo aspirar a una sociedad sin clases. Si la tal división está, por naturaleza, según quienes la defienden, en el ADN de nuestra especie, resulta contra natura pretender eliminarla.
Pues bien, en armonía vivió la humanidad hasta el advenimiento del esclavismo, cuando surgieron las clases sociales; en Occidente aproximadamente a mediados del cuarto milenio antes de nuestra era, en Egipto y Mesopotamia (más de 200 mil años después del origen del hombre). El desarrollo de la capacidad productiva había permitido crear un producto excedente, que quedaba luego de que los productores hubieran satisfecho, aunque fuera básicamente, sus necesidades. Ese excedente hizo posible que unos se lo apropiaran y crearan fortunas privadas, exclusivas, es decir, que excluían a los demás de su disfrute. La sociedad se escindió en poseedores y desposeídos. Sobre esta base económica se erigieron los grandes imperios de la antigüedad.
Pero estos cambios trajeron consigo otros. Por un lado, se concentraba la riqueza: el alimento, las mejores ropas, las casas confortables… el conocimiento; todas las comodidades que el trabajo y la técnica creaban; por otro, la gran masa padecía todas las carencias y privaciones, y resultaba lógico que sintiera la tentación de querer gozar también de lo que ella misma había creado pero que le estaba prohibido, y cuyo exceso veía al otro lado de la cerca que la separaba de la élite. ¿Qué debía hacer esta última para proteger sus privilegios frente a los impulsos de la masa pobre y hambrienta? Creó el Estado.
El Estado incluye hoy los ejércitos y policías, fiscales, jueces, sistema carcelario, granaderos, porros y esbirros. También el poder para decidir a quién y en qué monto cobrar los impuestos, administrarlos y decidir el gasto público. El aparato de poder permite trazar la política económica, agrícola, educativa, salarial, energética, de vivienda; controlar los medios de comunicación, transmitir la ideología dominante.
Marx dijo: “el gobierno del Estado no es más que la junta que administra los negocios comunes de la clase burguesa”. Es un mito decir que su papel es velar por el bienestar y el interés comunes. Lo hará solo en la estricta medida en que sirva políticamente al control social; por ejemplo, si se realizan campañas de vacunación es porque en las epidemias le va la salud también a los ricos; igual ocurre con el drenaje, o los caminos rurales, que sirven para expandir el comercio, por más que se diga que son para “comunicar” a los pueblos.
El 11 de julio de 1919, en la primera de dos conferencias sobre el Estado impartidas por Lenin en la Universidad Sverdlov (de la segunda no se conserva el texto), planteó algunas ideas sobre el tema aquí tratado, que me permito citar hoy (publicada originalmente por Pravda, 18 de enero de 1929; Biblioteca de textos marxistas, Marxists Internet Archive, 1 de enero de 2001). Dice, pues, Lenin sobre el Estado: “difícilmente se encontrará otro problema en que deliberada e inconscientemente, hayan sembrado tanta confusión los representantes de la ciencia, la filosofía, la jurisprudencia, la economía política y el periodismo burgueses”. Afirma que con frecuencia se le rodea de una aureola, como el origen divino de los reyes. Y continúa: “Los hombres se dividen en gobernados y en especialistas en gobernar, que se colocan por encima de la sociedad y son llamados gobernantes, representantes del Estado. Este aparato, este grupo de personas que gobiernan a otros, se apodera siempre de ciertos medios de coerción, de violencia física […] Es imposible obligar a la mayor parte de la sociedad a trabajar en forma sistemática para la otra parte de la sociedad sin un aparato permanente de coerción”.
Advierte luego que, aunque varíen sus formas, su esencia no varía: “Ya durante el período de la esclavitud encontramos diversas formas de Estado […] por ejemplo, en la antigua Grecia y en la antigua Roma, que se basaban íntegramente en la esclavitud, ya había surgido en aquel tiempo una diferencia entre monarquía y república, entre aristocracia y democracia. La monarquía es el poder de una sola persona, la república es la ausencia de autoridades no elegidas; la aristocracia es el poder de una minoría relativamente pequeña, la democracia el poder del pueblo […] A pesar de estas diferencias, el Estado de la época esclavista era un Estado esclavista […] en la república democrática participaban todos, pero siempre todos los propietarios de esclavos, todos, menos los esclavos”.
Con el tiempo la sociedad avanzó hacia nuevas formas de organización basados en la propiedad privada: el feudalismo y el capitalismo, y el Estado continuó jugando su papel. Al respecto dice Lenin: “Incluso cuando el terrateniente cedía parte de sus tierras a los campesinos, el Estado protegía la propiedad privada, resarciendo al terrateniente con una indemnización…”. Refiriéndose al capitalismo dice: “Y esta sociedad, basada en la propiedad privada, en el poder del capital, en la sujeción total de los obreros desposeídos y las masas trabajadoras del campesinado proclamaba que su régimen se basaba en la libertad […] y se sentía especialmente orgullosa de que el Estado hubiese dejado de ser, supuestamente, un Estado de clase. Con todo, el Estado seguía siendo una máquina que ayudaba a los capitalistas a mantener sometidos a los campesinos pobres y a la clase obrera, aunque en su apariencia exterior fuese libre. Proclamaba el sufragio universal y, por intermedio de sus defensores, predicadores, eruditos y filósofos, que no era un Estado de clase”.
Y, se pregunta Lenin al razonar sobre la democracia moderna y su trasfondo clasista: “Una de las repúblicas más democráticas del mundo es Estados Unidos de Norteamérica, y, sin embargo, en ninguna parte es tan crudo y tan abiertamente corrompido […] el poder de un puñado de multimillonarios sobre toda la sociedad. El capital, una vez que existe, domina la sociedad entera, y ninguna república democrática, ningún derecho electoral pueden cambiar la esencia del asunto […] La fuerza del capital lo es todo, la Bolsa es todo, mientras que el Parlamento y las elecciones no son más que muñecos, marionetas”.
Y finalmente concluye: “Debemos rechazar todos los viejos prejuicios acerca de que el Estado significa la igualdad universal; pues esto es un fraude: mientras exista explotación no podrá existir igualdad. El terrateniente no puede ser igual al obrero, ni el hombre hambriento igual al saciado […] [ante la máquina del Estado] los hombres se inclinaban con supersticiosa veneración, porque creían en el viejo cuento de que significa el Poder de todo el pueblo…”. No queda duda, pues, de la naturaleza opresiva de todo Estado y de su carácter de clase. Ahora bien, ¿existirá por siempre? Y de no ser así, ¿cuándo y cómo desaparecerá? ¿Cuál es su futuro? De ello hablaremos después.
El Estado desaparecerá
Decíamos que todo Estado es un aparato de sometimiento de unas clases sociales sobre otras, lo que, obviamente, limita libertades, pero a la postre, como fenómeno temporal, históricamente determinado, ineludiblemente desaparecerá, aunque ello no ocurra en un futuro inmediato. Sobre la temporalidad de los hechos sociales, dijo Federico Engels en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: “… según Hegel, la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social o política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Al contrario. La república romana era real, pero el Imperio romano que la desplazó lo era también. En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida por la Gran Revolución, de la que Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo. Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la revolución. Y así, en el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su necesidad, su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que agoniza es ocupado por una realidad nueva y viable […] La tesis de que todo lo real es racional, se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer”.
En una defensa a ultranza del Estado, quienes se oponen a la dialéctica, revolucionaria, arguyen que su desaparición es imposible, puesto que siempre será necesario un aparato de administración de los asuntos públicos; de lo contrario, aducen, la sociedad se hundiría en el caos. Mediante tal sofisma pretenden justificar la perpetuación del aparato opresor capitalista y de la explotación a la que sirve, recurriendo a un quid pro quo al hablar de la necesaria administración pública, cuando en realidad nos referimos al aparato de dominación. Y no son lo mismo. La administración de la sociedad deberá seguir existiendo, pero privada ya de su componente represivo, político.
Ahora bien, en cuanto a la forma y el momento en que ello ocurrirá, el anarquismo, representado destacadamente por Pierre-Joseph Proudhon, Mijaíl Bakunin y Piotr Kropotkin, propone desaparecerlo por decreto, como primera acción de una revolución triunfante. Rechaza de antemano toda forma de Estado, igualando el esclavista, feudal o capitalista, con el socialista, siendo que responden a distintos intereses. Los primeros tres preservan la desigualdad, mientras el último protege los intereses de los pobres contra todo intento de regreso al mundo de la explotación; e históricamente constituye el preludio de una sociedad sin clases. El anarquismo es ahistórico y subjetivista porque propone declarar desaparecido al Estado, haciendo abstracción de las circunstancias que le dieron origen, y que aún prevalecen: la existencia de las clases sociales; y obviamente, mientras la causa subsista, el efecto permanecerá.
Al respecto, cobra gran significación lo escrito por Lenin en El Estado y la revolución. Recuerda ahí que Marx planteaba que el Estado desaparecerá, pero no por renuncia inmediata y voluntarista de los trabajadores a ejercer su poder. Y dice textualmente: “Marx subraya –para que no se tergiverse el verdadero sentido de su lucha contra el anarquismo– la ‘forma revolucionaria y transitoria’ del Estado que el proletariado necesita. El proletariado sólo necesita el Estado temporalmente […] Todos los socialistas están de acuerdo en que el Estado y, junto con él, la autoridad política, desaparecerán como consecuencia de la futura revolución social, es decir, que las funciones públicas perderán su carácter político y se convertirán en funciones puramente administrativas, destinadas a velar por los intereses sociales. Pero los antiautoritarios exigen que el Estado político sea abolido de un golpe, antes de que sean abolidas las relaciones sociales que han dado origen al mismo: exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad […] una de dos: o los antiautoritarios no saben lo que dicen, y en este caso no hacen más que sembrar la confusión, o lo saben y, en este caso, traicionan la causa del proletariado […] Son cuestiones tales como la de la transformación de las funciones públicas, de funciones políticas en funciones simplemente administrativas, y la del ‘Estado político’. Esta última expresión, especialmente expuesta a provocar equívocos, apunta al proceso de la extinción del Estado: al llegar a una cierta fase de su extinción, puede calificarse al Estado moribundo de Estado no político…”.
Así pues, esta misión histórica solo puede corresponder al proletariado, clase social que, dadas sus circunstancias de absoluta carencia de medios de producción –solo tiene sus energías para vender, como única mercancía–, históricamente (aunque temporalmente pueda ser enajenada) no tiene ningún interés ni puede albergar esperanza alguna en un régimen donde fatalmente solo podrá corresponderle el papel de víctima. Es una clase revolucionaria por su propia naturaleza. Por eso solo le queda como opción terminar con este orden de cosas. Para ello necesita tomar el poder del Estado, y con esa palanca frenar la acumulación de la riqueza, redistribuir el ingreso e ir borrando las diferencias de clase.
Pero la masa no puede por sí sola, así como está, adueñarse del poder. Necesita adquirir conciencia de su situación y de sus relaciones con las demás clases; y para ello requiere de una guía, una cabeza, que no es otra que su propio partido, con el cual debe estar estrechamente unida, pero a la vez, diferenciada: al partido no pueden pertenecer todos los pobres, sino los más avanzados, los más estudiosos y despiertos, honestos, valientes, trabajadores, disciplinados y desprendidos. Los partidos que hoy existen en México no representan ese interés, sino al de otras clases: los grandes financieros e industriales, la clase media alta, los propietarios ricos, y otros sectores privilegiados. Ellos nunca estarán interesados en cambiar las cosas. Les va muy bien aquí, y por eso apoyan (y dirigen) al Estado actual. De ahí que los pobres necesiten un partido propio que los defienda, represente, eduque, dirija; que sea punta de lanza de su lucha.
El partido es la cabeza que coordina al cuerpo: ve, oye, habla, piensa y planea; sin ella el cuerpo es inerte; en el caso de la masa, esta se mueve sin saber adónde ir. El partido domina la teoría científica del movimiento social y la emplea como guía de las masas. Es, permítaseme el símil, como ocurre con el agua retenida en una presa, o corriendo por el cauce de un río. Si el muro se rompe o el río se desborda, el agua irrumpirá con todo su poder, violentamente, pero desgobernada, anárquicamente, arrasando a su paso hombres, casas y animales. Nada nuevo nacerá de ahí, aunque se trate de una poderosa fuerza en movimiento: no tiene guía. No basta, pues, con que se mueva para que sea un poder transformador. En cambio, cuando la dirigen científicos, expertos en su conducción, se convierte en generosa fuerza constructora de futuro y de bienestar social; se hace productiva, como cuando mueve las turbinas de una hidroeléctrica y genera electricidad; o cuando es conducida por canales para regar sembradíos y producir cosechas y alimentos.
El poder de las masas, guiadas por el partido, construirá una nueva sociedad, donde se vayan borrando poco a poco las diferencias entre las clases sociales y donde la acumulación se vaya limitando; donde todos tengan iguales oportunidades de superación. Cuando el proceso llegue a su nivel más elevado y maduro, las clases, y consecuentemente el Estado, irán desapareciendo hasta extinguirse, pues no será ya menester someter a nadie e impedirle el goce de la riqueza para proteger a las clases privilegiadas. Esa es la perspectiva histórica de la humanidad.
Abel Pérez Zamorano es Doctor en Desarrollo Económico por la London School of Economics/ Profesor - Investigador en la Universidad Autónoma Chapingo.
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