¿Dictadura constitucional?
Cuesta pensar, en términos puramente teóricos y abstractos, que exista la posibilidad conceptual de una dictadura constitucional. Es ilógica si nuestra forma de pensamiento se atiene a la simple lógica formal, a la lógica que pretende que la realidad se adapte a los conceptos y no los conceptos a la realidad. Sin embargo, el mundo material y social en el que el hombre se desenvuelve es mucho más complejo que la abstracción pura. El mundo real está sujeto a un eterno movimiento que exige de los conceptos cierta flexibilidad y disposición de corrección que se adecúe al fenómeno vivo. La lógica dialéctica (que asume la lógica formal pero la supera) nos permite comprender la realidad con mucho más certeza al acercarse a todos los fenómenos como procesos en constante cambio y transformación, lo que, sin invalidar el concepto, le obliga a adecuarse y amoldarse a la realidad y no espera que ésta se someta a sus rígidas “leyes naturales”. De tal forma que si un concepto nos parece contradictorio, no por ello deja de ser válido, es el simple reflejo de una realidad que es, a su vez, contradictoria. En otras palabras: “Debemos tomar los hechos como son. Debemos construir nuestra política partiendo de las relaciones y contradicciones reales” (L.T.). Así, la dictadura constitucional no es sólo una posibilidad, es un hecho históricamente demostrado y que por ello, por su actualidad incontestable, deber ser examinada.
El fascismo es la demostración histórica de la existencia de la dictadura constitucional. Sin dejar de considerar las determinaciones económicas que lo originan, su legalidad política se fundamentó en un inmenso apoyo popular. La Alemania nazi se erigió gracias al apoyo de más del 40% de la población en las elecciones federales de 1933. De un total de 39,655,029 votos computados, el partido de Hitler contó con la aprobación de 17,277,180 de alemanes. En la Italia de entreguerras, las elecciones que llevaron al poder al fascismo, a pesar de ser precedidas por un intento de golpe de Estado, “la marcha sobre Roma”, fueron también abrumadoras en favor de Mussolini. De 7 millones de votantes el Partido Nacional Fascista obtuvo más de 4 millones; el 63.78 por ciento del electorado respaldó inicialmente el proyecto de Mussolini. Finalmente la historia ajustó cuentas con los perpetradores visibles del fascismo: Mussolini sería fusilado y colgado boca abajo en una plaza de Roma dos días antes del suicidio de Hitler. Sin embargo, el fascismo y el nazismo no son obra ni de Hitler ni de Mussolini; ellos fueron los ejecutores, los verdugos a los que se les puso el hacha en la mano; los verdaderos artífices están y continúan detentando el poder. Son los dueños del capital a cuyo servicio está el Estado, y si antes les fue útil esta monstruosa herramienta ideológica, no hay que dudar que, como se observa ya en el conflicto en Ucrania, la desempolven para librar nuevas batallas.
El fascismo es solo una de tantas formas que la dictadura constitucional puede adquirir. Más abiertamente repugnante, capaz de ofender y provocar una mueca de desprecio y disgusto en las clases poderosas, sobre todo si se les sale de control, pero no por ello única en su tipo. La sustancia que originó el fascismo radica en la necesidad de utilizar el Estado como herramienta represiva de una clase para someter a otra. No olvidemos que antes de su arribo, tanto Italia como Alemania vivieron un despertar político entre la clase trabajadora. El asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, en enero de 1919, fue la rabiosa respuesta que el capital, ya en camino hacia el fascismo, dio al ascenso y consolidación de los partidos comunistas. La Segunda Guerra Mundial evitó, en esos países y en muchos otros, una aparentemente inevitable guerra civil.
Ahora bien, no es el objetivo explicar y estudiar cada una de las metamorfosis que el Estado adopta para cumplir con su objetivo de clase; simplemente era necesario esclarecer que no son la dictadura abierta y el terror los únicos medios con los que cuenta y que, de entre todos ellos, la dictadura constitucional es una de sus expresiones más acabadas y actuales, precisamente porque enmascara hipócritamente la verdad sobre sus fines.
Dicho esto es preciso estudiar la posición de las “masas” en este proceso de manipulación. La dictadura constitucional no se impone violentamente, o si ejerce un tipo de violencia es, en gran medida, ideológica. Quienes la apoyan lo hacen convencidos de que encontrarán en ella solución a sus problemas. Existe una interpretación que puede ayudarnos a comprender la forma e incluso el contenido del fenómeno, pero que no llega nunca a las verdaderas causas del mismo: el populismo. Se equivocan quienes consideran que el carisma, el discurso y la retórica son suficientes para subordinar a toda una nación. Los demagogos, es cierto, son los peores enemigos de los trabajadores: “Son los peores, porque excitan los malos instintos de la multitud y porque a los obreros atrasados les es imposible reconocer a dichos enemigos, los cuales se presentan, y, a veces, sinceramente, en calidad de amigos” (V.L.) Sin embargo, el caudillismo no aparece todos los días, y no por falta de aspirantes. Siempre, en cada época y lugar, podremos encontrar embaucadores y chapuceros que usan el discurso político con ánimo de lucro. Lo que permite que este fenómeno triunfe son determinadas circunstancias concretas que van más allá de la prédica mesiánica o milenarista. Para que la semilla de la enajenación política germine debe ser sembrada en tierra fértil, es decir, en medio de la crisis social, de la desesperación, del hambre y de la miseria. Los “salvadores” son un clavo ardiendo al que la “masa” se sujeta cuando no ve alternativas en derredor.
Culpar al pueblo de la existencia de una dictadura de estas características es un craso error. Reclamarle por su inconsistencia y falta de conciencia política no sólo no lo salvará, sino que lo alejará inmediatamente de su pretendido salvador; al pueblo no le gustan los misioneros con bayonetas, dijo alguna vez Robespierre. En tiempos de crisis social y de mesianismo, la tarea del revolucionario, de quien pretende combatir un fenómeno tan complejo pero no por ello menos real como la dictadura constitucional, radica en comprender objetivamente el nivel de conciencia de las “masas”, no para rebajarse a él, de ninguna manera, sino para poder actuar radicalmente sobre su conciencia. Ninguno de estos dictadores ha durado más que la crisis que lo hace nacer y, por ley histórica, la realidad termina siempre por desmentir y desengañar a quienes en él pusieron sus esperanzas. La labor educativa entre ellas es determinante, pero no puede sustituir a la experiencia. Es preciso que pase por el desengaño oportunista para deshacerse de una vez y para siempre de él, siempre y cuando se reflexione y critique oportunamente. Si no se quiere que esta dura experiencia se repita, o, peor aún, degenere, habrá que prepararse, educarse y educar permanentemente; explicando no sólo las ideas nuevas con las que el día de mañana se alumbrará a la humanidad, sino desentrañando las falsedades, de las que, en un momento como éste, persisten y enajenan la conciencia del pueblo.
Abentofail Pérez Orona es Maestro en Filosofía por la UNAM e investigador del Centro Mexicano de Estudios Económicos y Sociales