Transiciones violentas de un capitalismo salvaje

Transiciones violentas de un capitalismo salvaje

No queda duda alguna de que el mundo que conocíamos se desmorona. Las relaciones de fuerza han cambiado esencial y drásticamente. Lo que antes observábamos como simples movimientos políticos o estratégicos en el tablero internacional, hoy son movimientos de una nueva partida. Un nuevo juego ha comenzado. La reestructuración tiene tres protagonistas. La vieja potencia hegemónica, Estados Unidos, que se resiste a ceder protagonismo y se aferra a las reglas del juego del “Nuevo Ancien Régime” para ejercer presión sobre sus colonias; México y Ucrania son un ejemplo. Rusia, que ha dejado clara su superioridad económica y política sobre sus antagonistas occidentales al derrotar categóricamente al régimen neofascista de Kiev auspiciado por la OTAN y la UE. China, el coloso asiático que ha desplazado a Occidente (incluido Japón) como hegemón económico: la Nueva Ruta de la Seda, la intervención diplomática en Oriente medio que ha acercado a naciones irreconciliables hasta ahora en “aras” del bien común (un eufemismo para referirse al nuevo orden económico), el protagonismo al frente de los BRICS, etc. En estricto sentido, y para no confundir alianzas estratégicas con unidad ideológica, hablamos de una tripolaridad.

¿Quién es hasta ahora el gran perdedor? Sin lugar a dudas, Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa occidental no dudó ni un momento en someter sus intereses a los de Estados Unidos. Encadenó su destino a los pies del gran vencedor que, a través del Plan Marshall, apretó los grilletes que occidente se había colocado motu proprio. Los acuerdos de Bretton Woods representaron el vasallaje de la “pérfida Albión”, otrora gran potencia mundial, a su joven, intrépido y más poderoso descendiente. Con el tiempo y motivados por el poderoso aliciente ideológico del anticomunismo, toda Europa se rindió al nuevo amo. A partir de entonces toda la política occidental ha sido una y sólo una. Hasta ahora…

Aparentemente Donald Trump y sus acólitos neofascistas llegaron a porrazos a romper con el orden establecido. Los políticos del mundo entero están espantados por la radicalidad de las medidas del mandatario norteamericano. Las marionetas del neoliberalismo occidental, auspiciado por décadas por los demócratas, particularmente el grupo Hilary, están aterrorizadas. El clown asesino de Kiev, Volodímir Zelenski, ni siquiera fue invitado a la mesa de negociación que Trump y Putin establecieron para finiquitar la guerra en Ucrania. Sin embargo, hace apenas unos días, en la cumbre celebrada en Ucrania, Ursula Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, anunció un nuevo paquete de ayuda económica al régimen neofascista de Zelenski de 3,500 millones de euros. Europa se sabe abandonada a su suerte y no le queda más que evitar desesperadamente y a como dé lugar, el cantado triunfo de Rusia. La campaña de miedo que han desatado entre sus conciudadanos refleja en realidad un temor bien justificado a verse avasallados por la revitalizada economía rusa. Los que tiemblan y difaman a Putin no son los hombres sencillos del pueblo que con tantas sanciones están asfixiados, sino la oligarquía europea que ve venir a un competidor que amenaza con desplazarla. No son los “valores occidentales” los que están en juego, eso a Rusia le tiene sin cuidado, es una lucha económica que amenaza con destruir el monopolio de una élite que se sentía eterna.

No obstante, todo este ruido político no debe hacernos perder de vista la esencia del fenómeno que estamos viviendo. En todo este conflicto hay un gran perdedor y no es Ucrania, último alfil sacrificado por el imperio. El gran perdedor es Estados Unidos. Y no sólo como nación que pierde hegemonía, no únicamente como imperio que se desmorona. La decadencia norteamericana, representada por Trump y su camarilla de fascistas, es el síntoma definitivo de la crisis terminal del capitalismo. Presenciamos los estertores de una época que se termina y, tal y como sucediera antes con otros sistemas económicos de producción, el proceso no puede estar exento de desorden, anarquía, caos.

Pero el fenómeno no es tan sencillo. Nunca en la historia se han dado transiciones limpias, puras, de un sistema de producción a otro. La crisis terminal del capitalismo o lo que se ha dado en llamar “el capitalismo salvaje”, ¿devendrá necesariamente en socialismo? Es difícil decirlo ahora y en estas circunstancias. Toda aseveración pecaría de tautológica. Lo que hay que hacer es explicar la contradicción y observar las salidas a corto y mediano plazo de la misma. Entender los fenómenos políticos y sociales actuales a partir de esta contradicción sistémica ayudará no sólo a explicarlos, sino a resolverlos. ¿Cuál es la razón de ser, la esencia del conflicto que vivimos? El hecho de que las relaciones económicas que hasta ahora habían caracterizado al capitalismo, han cambiado. « Ninguna formación social desaparece –escribe Marx– antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua.» Las relaciones de producción capitalista han llegado a un grado de desarrollo tal que son insostenibles. La tasa decreciente de ganancia, como la llamó Marx siguiendo la tesis de Ricardo, ha dejado desamparados a miles de millones de hombres que en este sistema tal y como existe, quedan imposibilitados para sobrevivir.

El capital no requiere de la ingente mano de obra que en otras épocas fuera necesaria. La sustitución de la máquina, incapacitada para producir valor, por el hombre, incapacitado para comprar mercancías por la situación de mendicidad en la que se encuentra, ha llevado al sistema a una callejón sin salida. Esto se observa social y políticamente con la insistencia en expulsar a los miles de millones de inmigrantes de los países industrializados. El sistema ya no los necesita más, está colapsado, ahogado entre tantas mercancías y una ingente mano de obra obsoleta. Las reglas del juego han cambiado, la incongruencia radica en pretender aplicar las mismas leyes a un sistema diferente. El renacimiento del fascismo es, en el fondo, la expresión de esta contradicción. Veámoslo con sencillez: al desarrollarse la tecnología la industria reduce el peso específico del trabajo humano; el trabajador pasa entonces a engrosar el ejército de parados; este “ejército industrial de reserva”, en lugar de observar el problema en el sistema que deja a los trabajadores sin empleo, busca en sí mismo la contradicción y la encuentra en los millones de inmigrantes a los que califica de “invasores”. El odio y la xenofobia, causados por la crisis económica, devienen en fascismo y de ahí a ser gobernados por neonazis no hay más que un paso.

El capitalismo no puede resolver las contradicciones económicas que él mismo ha creado. Está incapacitado a salvarse a sí mismo, necesita ser superado. En ese contexto nos encontramos con fenómenos como el renacimiento de la xenofobia, el nazismo, la guerra, y la crisis en todas sus manifestaciones. La historia, sin embargo, no se repite más que para resolverse. El fascismo no salvará al capitalismo, terminará por hundirlo aunque grotesca e inhumanamente. Esto puede evitarse, no obstante, si las dos potencias que comparten la mesa con el decadente imperio: Rusia y China, asimilan el rol histórico que les corresponde. Es posible aminorar los estragos de la transición si se actúa en consonancia con las fuerzas de la historia que tienden hacia el socialismo. ¿Lo harán las naciones implicadas? Así lo esperamos.