Opinión: México bajo la égida imperial
El 2 de diciembre de 1823 el presidente de los Estados Unidos, James Monroe, declaraba ante el Congreso: “Los continentes americanos, por la condición de libres e independientes que han asumido y mantienen, no deben ser considerados en adelante sujetos de futura colonización por ninguna potencia europea”. Bajo el principio «América para los americanos» la “Doctrina Monroe” se convirtió en el hacha de guerra del naciente imperialismo estadounidense para asegurar el dominio político y económico de todo el continente. Apenas veinte años después, en 1846, el ejército norteamericano se apropiaba de más de la mitad del territorio mexicano: Texas, Nuevo México, California, Arizona, Nevada, Utah y parte de Colorado y Wyoming fueron arrebatadas a México en una auténtica guerra de rapiña. Y esto no hacía más que empezar.
Una vez despojado México de la mitad de su territorio, la embestida norteamericana siguió su camino hacia el sur. Cuba y puerto Rico fueron intervenidos en 1898. Con el argumento de defender la soberanía de América ambos países quedaron oficialmente bajo el dominio de los Estados Unidos. El presidente Rutherford B. Hayes había declarado unos años antes a Centroamérica y el Caribe: «región de influencia exclusiva de los EEUU». En poco menos de cincuenta años prácticamente todo el continente se encontraba bajo el yugo económico de Norteamérica. El colonialismo del siglo XX latinoamericano fue mucho más implacable y despiadado que el colonialismo español de las últimas décadas del siglo XVIII. La fuerza de las armas fue sustituida por la fuerza del capital que, como una plaga, invadió cada resquicio de la vida de los pueblos del continente. Los intereses de los grandes magnates del vecino del norte se impusieron a los intereses de los millones de seres empobrecidos de los recién “independizados” países del continente americano. «Es que nosotros no damos concesiones», advertía en 1913 el presidente Wilson, «Un país es poseído y dominado por el capital que en él se haya invertido». No hacía más que corroborar con sus palabras la realidad de los hechos.
Para 1952, apenas unas décadas después de la advertencia de Wilson, México estaba atragantado de capital norteamericano. «Tres grandes empresas norteamericanas extraían el 50 por ciento de la producción de oro, el 61 por ciento de la plata, el 90 de la de plomo; el 80 de la de cobre y el 97 de la de zinc. Estas mismas compañías dominaban de hecho todas las empresas metalúrgicas. El 68 por ciento de la energía era generada por las plantas eléctricas pertenecientes a dos grandes compañías, controladas a su vez por los monopolios norteamericanos. El 71 por ciento de los capitales invertidos en bancos privados se hallaba concentrado en cuatro grandes bancos estrechamente ligados al capital financiero.» (Alperóvich y Rudenko) El saqueo fue despiadado. Estados Unidos se había apoderado de gran parte del patrimonio nacional. Playas, bosques, mares, tierras, minas; la riqueza patria estaba en manos del imperialismo yanqui. En menos de una década, según datos de Cline recogidos por Rudenko, los grandes monopolios norteamericanos habían aumentado sus ganancias en más 400 por ciento. «Si en 1940 las ganancias de las inversiones directas de esos monopolios representaban la suma de 12 millones de dólares, en 1946 ascendían ya a 20.9 millones y en 1950 alcanzaron la suma de 52.1 millones de dólares».
El entusiasmo de la revolución y el recuerdo de la reforma agraria cardenista se disiparon rápidamente. Los miles de hombres y mujeres que en la década sangrienta de los veintes ofrendaron su vida con el afán de restituir a México su independencia parecían haber muerto en vano. El imperialismo norteamericano invadía cada arteria de la economía nacional y hacía de la política mexicana un instrumento servil. Desde el gobierno de Ávila Camacho hasta el de López Obrador, todo partido, sin excepción, ha doblado el espinazo ante el poder del imperio. Incluso hoy, que Norteamérica parece haber caído en una espiral descendente, el gobierno mexicano, en turno y electo, se ufana de tener, como principal inversionista en nuestro país al capital estadounidense. De 1999 a 2021 el 46.8% de la Inversión Extranjera Directa en México provino del vecino del norte. Se pretende hacer pasar la inversión como fuente de empleo y creación de riqueza, cubriendo así el verdadero sentido de la inversión de capital: extraer, al menor costo, toda la riqueza posible en recursos naturales y fuerza de trabajo. Si se invierte en nuestro país es porque la mano de obra aquí es más barata; los salarios son miserables; no existen sindicatos que defiendan los derechos de los trabajadores; el capital obtiene ganancias descomunales porque puede actuar con total impunidad frente a un pueblo indefenso gobernado por un Estado abyecto, servil, sumiso y entreguista.
Las recientes declaraciones de Donald Trump no son más que la continuación, en forma descarada y cínica, de la política colonialista que Estados Unidos ha seguido en México desde la promulgación de la Doctrina Monroe. «Nos dieron todo lo que quería, obtuve todo de México» dijo el candidato presidencial en un mitin el pasado 20 de julio en Michigan, refiriéndose a la relación con el gobierno morenista. Dos días antes declaraba en el mismo tono: «Pondremos fin a la crisis de inmigración ilegal cerrando nuestra frontera y terminando el muro, la mayor parte del cual ya he construido […] La invasión en nuestra frontera sur la vamos a detener y lo haremos rápido». La respuesta de la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, y de Marcelo Ebrard, próximo secretario de economía, son el reflejo de una relación de vasallaje. Tras la retórica ordinaria que exige respeto a la soberanía se esconde un miedo cerval a las fuerzas del imperialismo norteamericano. Un terror que no se justifica por una debilidad económica natural. A pesar del permanente saqueo sufrido desde hace más de quinientos años, la riqueza de nuestro país se posiciona como la decimosegunda a nivel mundial. Somos un país inmensamente rico con un pueblo oprobiosamente pobre.
Al dominio histórico y casi absoluto del imperio norteamericano no se le desafía con fantocherías y heroísmos aparentes. Se le afronta con hechos y realidades concretas. La solución a esta denigrante relación de dependencia no se encuentra en la retórica. La crisis de hegemonía que vive el imperialismo norteamericano es una oportunidad única para la emancipación del dominio colonial que lastra nuestro desarrollo desde hace siglos. Es hora de implementar una nueva política económica que priorice los intereses del pueblo, que ponga en manos de los mexicanos la riqueza que por justicia y derecho les pertenece. Para ello no podemos confiarnos más en el poder del Estado actual; es necesario e impostergable un gobierno de nuevo tipo: organizado desde abajo y constituido por los hombres y mujeres que día a día dejan la vida por sacar adelante con su trabajo a esta gran nación. Mientras el poder no retorne a las grandes mayorías que son, a fin de cuentas, quienes hacen patria en el más estricto sentido del término, la dignidad de nuestro país seguirá siendo pisoteada y mancillada por el poder de la plutocracia nacional y extranjera.
No se trata de menospreciar al adversario: el imperialismo norteamericano tiene todavía fuerza suficiente para resistir los embates. Tampoco debe buscarse la salvación en el ascenso de las nuevas potencias que hoy plantan cara a la hegemonía occidental; la denodada labor antiimperialista de China y Rusia abre el camino a nuevas fuerzas nacionales anticolonialistas. No sustituyen, sin embargo, el esfuerzo que deben realizar internamente los países sojuzgados. El deber que la historia impone a nuestro pueblo es el de crear una nueva política económica libre de cualquier dependencia, económica y política; para ello es necesario la toma del poder por las clases históricamente dominadas, la creación de un nuevo partido de clase que revolucione la doctrina vigente: “América para los americanos”; por una nueva política, radical y antagónica: “México para los mexicanos”.