Opinión: El rapto de Clío

Opinión: El rapto de Clío

Apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, el Instituto Francés para la Opinión Pública (IFOP), interrogó a la ciudadanía sobre los artífices de la derrota del ejército nazi. “Según usted, – preguntaba el medio– ¿qué país ha contribuido más a la derrota de Alemania en 1945?». «El 57% de los encuestados respondieron –como relata Benoit Bréville en un excelente análisis– que la URSS, frente a solo un 20% que respondió que los estadounidenses». Este año (2024), casi ochenta años después, la misma institución formuló la misma pregunta. «Las respuestas se invirtieron: el 60% de los encuestados señalaron a los estadounidenses, y el 25% a los soviéticos». (Benoit Bréville). Los hechos, sin embargo, no cambiaron un ápice. ¿Cómo se explica este fenómeno? ¿A qué se debe que en menos de un siglo la conciencia social invierta la perspectiva sobre un fenómeno que por lo demás sigue siendo el mismo?

Antes de cualquier análisis, pasemos revista a los hechos concretos:

Durante la Segunda Guerra Mundial más de 27 millones de soviéticos perdieron la vida en el afán de detener el avance del Ejército alemán. Sólo la Batalla de Stalingrado, punto de quiebre de la ofensiva nazi, dejó un saldo de casi dos millones de muertos del lado del Ejército Rojo. La retirada de Hitler y su posterior derrota en Berlín fue, con toda seguridad y prácticamente en su totalidad, producto de la contraofensiva soviética. No sólo eso. El fascismo alemán contó, durante mucho tiempo, con la aprobación tácita del imperio inglés; Estados Unidos se negó prácticamente hasta el final de la guerra a enfrentarse al ejército nazi, al que no veía con malos ojos, dado el odio compartido hacia el comunismo; el infame régimen de Vichy en Francia representó la rendición del país galo ante los alemanes casi desde el inicio mismo de la conflagración (1940), hasta la retirada del ejército nazi en 1944. La Unión Soviética no sólo enfrentó al nazismo y lo derrotó. Lo hizo a pesar de la política colaboracionista de facto de las naciones occidentales con el fascismo alemán.

¿Qué papel jugaron los Estados Unidos, presuntos salvadores de la humanidad? Al final de la guerra, cuando el ejército nazi y sus aliados estaban prácticamente derrotados, el gobierno norteamericano decidió entrar en el conflicto. Desembarcó en junio de 1944, junto con los aliados, en las playas de Normandía. Fueron aproximadamente seis mil las bajas que sufrieron (10 mil en total por parte de los aliados) contra 10,500 bajas del ejército alemán. Aunque el sacrificio no puede medirse sólo a partir del número de víctimas, es un hecho y una realidad que esta batalla poco o nada significó en el desarrollo del drama; los aliados llegaron a perseguir a un ejército en franca retirada. El verdadero significado del tan celebrado día D radica en la necesidad de las potencias occidentales de apoderarse de los territorios abandonados por el ejército alemán antes de la llegada de los soviéticos. Estados Unidos se vio obligado a entrar a la guerra no para combatir a Hitler, sino para frenar la influencia del comunismo en las naciones occidentales y aprovechar la crisis económica de sus antiguos competidores.

¿Cómo logró deformarse a tal grado la verdad? La paradoja de la historia es que, a pesar de su inevitable presencia en los acontecimientos presentes y futuros, no es posible alcanzar su conocimiento en estado puro. No puede ser absolutamente objetiva. La tarea del historiador es tratar de traer a cuenta los hechos tal cual sucedieron. Sin embargo, siempre e inevitablemente, estos hechos terminan resintiendo la subjetividad del analista. El compromiso del verdadero historiador radica en no contaminar intencionalmente la información; en no falsear conscientemente la verdad. Existe, sin embargo, un abismo todavía que salvar entre la investigación histórica y la asimilación del público, asimilación que, dicho sea de paso, no implica necesariamente reflexión. Este salto toca darlo no ya al historiador, sino al Estado o, para ser más precisos, a los dueños del aparato ideológico.

El relato es secuestrado por la clase en el poder y ellos deciden qué difundir, qué negar, qué aceptar e incluso qué cambiar. Si de por sí el hecho viene preñado de subjetividad, ahora se suma a ella el interés de clase que vicia completamente la verdad. Tan es así que gran parte de lo que creemos de la sociedad, el hombre y la vida misma, está contaminado por las necesidades de dominio de la clase en el poder; en otras palabras, no es más que ideología, una realidad construida a partir de los intereses y las ideas de la clase dominante.

En junio pasado, al conmemorarse el 80º aniversario del desembarco en Normandía, la estrella invitada, Volodímir Zelenski, hoy el más célebre representante del neofascismo, espetó, ante una selecta audiencia encargada de ovacionar cada uno de sus gestos y palabras: «cómo evoca el desembarco la justa lucha en la que está hoy embarcada la nación ucraniana.» En otras palabras, Rusia era comparada con el régimen nazi, mientras el régimen nazi ucraniano pretendía compararse con la heroicidad del pueblo soviético. Sonará ridículo, grotesco, burdo y hasta estúpido. Pero, como hemos visto en las primeras líneas de este análisis, se le cree, se toma como verdad la más despreciable de las mentiras. La Gran Guerra Patria es hoy sólo conocida por los herederos de los héroes que libraron a la humanidad del régimen nazi, el pueblo ruso. El relato, por hórrido que parezca, pertenece al fascismo, a lo más putrefacto del capitalismo decadente. A tal grado se ha deformado la verdad que los neonazis, dueños del aparato ideológico a nivel planetario, se permiten acusar a una nación cuyo sacrificio la humanidad nunca terminará de pagar, de fascistas.

El rapto de Clío (musa de la historia) no termina ahí. La verdad no se deforma sólo al apropiarse del relato. Es, en gran medida, su difusión subrepticia en todos los medios de comunicación, lo que hace que una mentira, no sólo repetida mil veces sino en tonos, formas y maneras distintas, termine apareciendo ante los ojos de la “masa” como indiscutible verdad. El cine es una herramienta ideal para esta impostura. Desde la caída del régimen nazi en 1945 cientos de películas han hecho aparecer a los EE. UU. como los salvadores del mundo, relegando a un lejano lugar el papel de la URSS. Las redes sociales e internet hacen también su parte ocultando y censurando a todos aquellos que se atreven a mirar más allá de la máscara. 

«La historia –escribe Marx en su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel– tiene, pues, la misión, una vez que la verdad del más allá se ha desvanecido, de establecer la verdad del más acá. Una vez desenmascarada la forma sagrada que representaba la autoalienación del hombre, la primera tarea de la filosofía que se ponga al servicio de la historia consiste en desenmascarar esta autoalienación bajo sus formas profanas. La crítica del cielo se transforma, así, en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política.»

Si se pretende transformar la realidad es necesario, antes que nada, liberar a Clío de las garras de sus celadores. Establecer la verdad requiere descubrirla y difundirla. El caso que ahora nos ocupa es sólo uno entre cientos de miles. En todos lados y en todo momento se manipula la verdad, se esconden los hechos y se presenta ante el público una realidad deformada y monstruosamente alterada, acorde con los intereses de la clase en el poder. Cambiar al mundo implica conocerlo, arrojar por la borda prejuicios y preconceptos. Sólo así podremos, siguiendo el razonamiento aquí planteado, hacer del arma de la crítica una verdadera crítica de las armas.